Categorías
Artículos

‘ Todos eran mis hijos ‘

José Woldenberg

El correr del tiempo puede ser el corrosivo mayor para cualquier creación, pero siempre resulta pertinente preguntarse qué cambió con el paso de los años, más allá de la obra. Porque no es el simple fluir de los días lo que modifica las perspectivas, sino los marcos valorativos que con el tiempo se trastocan. He visto en el teatro Helénico una más que decorosa puesta en escena de la obra de Arthur Miller Todos eran mis hijos (director Francisco Franco; actores: Fernando Luján, Diana Bracho, Silvia Navarro, Osvaldo Benavides, Mario Loría y otros).

¿Por qué les resulta a muchos una obra de otro tiempo? La respuesta más obvia, inmediata, mecánica, es porque hace 62 años fue estrenada, porque es un producto añejo. Mi respuesta es otra: porque la trama, la crítica al enriquecimiento de Joe Keller, vendiendo piezas para la guerra, está filtrada por varios dilemas éticos. Y es esto último lo que al parecer «ha pasado de moda» y no conmueve a muchos. Como si unas voces del pasado se instalaran entre nosotros y por su rareza nos parecieran de otros mundos.

Joe vendió -y él lo sabe aunque los demás lo duden- piezas defectuosas que al final hicieron que se desplomaran 21 aviones durante la Segunda Guerra Mundial. Es capaz de sobreponerse a sus vecinos que al ser puesto en libertad lo ven con suspicacia, como a un asesino. «Era el monstruo, el tipo que había vendido culatas de cilindro rajadas a la Fuerza Aérea… el tipo que había hecho que se estrellaran veintiún P-40 en Australia… Me sentía el más feroz criminal del mundo. Salvo que no lo era y que llevaba en el bolsillo un papel del tribunal que así lo probaba…» (Arthur Miller. Todos eran mis hijos. Después de la caída. Losada. Buenos Aires. 2004).

Joe es capaz entonces de vivir y fingir su inocencia. Si el tribunal lo exoneró es suficiente. Y no sólo eso. Sin al parecer mayores remordimientos, puede simular que su socio es el verdadero culpable. Mientras aquel está en la cárcel, Joe es un hombre próspero.

Pero el personaje central es otro. Su hijo Chris cree en la inocencia de su padre. Necesita creer en ella. Es su modelo, su ejemplo. Y entonces los momentos cruciales son dos: cuando enterado de la culpa de su padre, y cruzado por eléctricos remordimientos, decide no denunciarlo. Entre el padre y la justicia opta por el primero. «¡Podría meterle a la cárcel, si tuviera todavía algo de humanidad! Pero, ahora, soy como los demás. Soy práctico… Me han hecho un hombre práctico». No le resulta fácil pero sabe que atentar contra su padre ya no resolverá nada. «¿Resucitarían los muertos cuando lo ponga entre rejas? ¿Para qué he de hacer eso?».

Pero hay un segundo desenlace. Su padre no sólo vendió piezas defectuosas a la Fuerza Aérea, no sólo murieron por él un puñado de pilotos jóvenes, no sólo condenó a la prisión a su socio «débil», sino que además su otro hijo (Larry), al saber que su padre era presunto responsable de la muerte de varios de sus compañeros, decidió suicidarse. Y entonces, entre su padre y la justicia Chris cambia de opinión: decide «llevarlo a la cárcel».

Ello acarrea la «solución» definitiva: el padre se pega un tiro.

La fatalidad de Chris es saber. Porque mientras vive en la crédula inocencia no existe drama. Una vez que conoce la verdad tiene que decidir y esa capacidad es la que lo humaniza. En su prólogo a Después de la caída, Miller escribió: «donde la elección empieza, el Paraíso termina y la inocencia concluye, pues ¿qué es el Paraíso sino la ausencia de toda necesidad de optar por determinada acción?».

Desde el mirador de la razón práctica, de la razón cínica, lo que aparece es una obra de la edad de piedra. Desde esa perspectiva, buena parte de lo que sucede en escena es incomprensible, porque falta el lente adecuado para filtrar y evaluar la trama y sus derivaciones. Y ese cedazo es el de la moral que intenta situar y comprender las fronteras entre el bien y el mal. (Yo mismo al escribir me veo -casi- victoriano).

Joe se siente satisfecho de su bonanza y puede vivir con su infamia. Pero todo -parece decir Miller- tiene un límite. Y para Joe es saberse la causa del suicidio de su hijo. Es la vergüenza lo que le impide seguir viviendo.

Los dramas morales son por definición complejos. Hay que optar por alguna solución que acarrea costos, y en ocasiones muy altos. Pero una cierta mirada sinvergüenza en expansión tiende a despreciarlos. Las personas deben optar por lo que más les convenga y punto. Lo otro no es más que «azote», ganas de complicarse la existencia.

Y Miller es (sigue siendo) un maestro en la construcción de dilemas éticos. Sí, Miller es un moralista. Y buena parte de su crítica a la sociedad norteamericana, a la lógica de la acumulación, al negocio de la guerra, la realiza desde ese mirador. Se trata del «juicio de un hombre llamado a rendir cuentas ante su propia conciencia» (Ibid). Ello lo convierte hoy en un autor excéntrico, y por ello quizá, paradójicamente, resulta más atractivo.