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¿Tres y van cero?

Fuente: La Jornada

Rolando Cordera Campos

Todo puede decirse de la gestión de Felipe Calderón al frente del gobierno, menos que al cumplir tres años pueda cantarse ¡sin novedad! Mucho ha intentado este gobierno y mucho ha fallado, y es aquí donde deben buscarse las fuentes del desorden político y mental imperante.

Al iniciar su gobierno, el Presidente encontró la seguridad pública en un estado lamentable: se reproducían sin cesar escenas de Ciudad Gótica y el Estado encaraba desafíos inéditos para asegurar el orden y controlar el territorio. Fue esto lo que aparentemente lo llevó a disponer la movilización de las fuerzas armadas e involucrarlas en el papel de policía. Y aquí empezó a arder Troya.

Sin menoscabo de la ejemplar disciplina castrense, que se abocó a cumplir órdenes sin reparo mientras arropaba la imagen presidencial en traje de faena, pronto emergieron dudas sobre la eficacia de la medida y su apego a la legalidad nacional. El arrebato presidencial y su declaración de guerra al crimen organizado no contemplaban salidas ni retiradas, sólo un ¡Gung Ho!, irreductible y frenético, que sin solución de continuidad incendiaba el ánimo comunitario, desataba cruentas batallas urbanas y rendía partes de guerra sin ton ni son, produciendo inquietud y zozobra donde predicaba recuperación de la paz y vigencia del derecho.

Ante las recomendaciones de que «rebasara a López Obrador por la izquierda» con una política social audaz, Calderón pareció optar por derrotarlo por la derecha, enseñando los dientes armados del poder sin considerar su progresivo desgaste, de su mandato y del Ejército Mexicano que obedece órdenes pero se debe a la Constitución y al pueblo. Al cumplir tres años, todo es mala nueva en este frente donde la impunidad de los malos se quiere combatir con ocurrencias de mal gusto, como sucedió hace poco con el alcalde de Garza García.

No recibió el gobierno una economía boyante, pero su crecimiento magro combinado con una estabilidad monetaria impuesta a rajatabla, daban sostén a las transferencias de ingreso a los más pobres y traían consigo reducciones en la pobreza monetaria. En 2008, sin embargo, su majestad el mercado mundial mandó a parar con alzas intempestivas en los precios de alimentos, materias primas y petróleo, y las cuotas de pobreza de ingreso registraron una reversión que sirve de antesala a los resultados de una crisis abrumadora que ha pegado en el centro de la cohesión social, al destruir empleos masivamente y redoblar un régimen de bajos salarios en toda la escala laboral.

Las alabanzas a Oportunidades ceden su lugar al reconocimiento de que sin crecimiento económico no hay transferencia fiscal que aguante. El presidente del empleo que heredara al del combate exitoso a la pobreza, se ve despojado de fichas y convoca a combatir la pobreza y a hacer de 2010 el año del cambio pacifico. Podría empezar ya, cambiando pacífica pero contundentemente una política económica que es inseparable del saldo de empobrecimiento que arroja una crisis cuya salida no está a la vuelta de la esquina.

Si las tristemente célebres calificadoras internacionales pueden servir para algo, debería ser para reconocer que es la falta de crecimiento y de decisión estatal para afrontarla lo que nos ha sacado del juego de la inversión global y afectado la cohesión social y política requeridas para hacer atractivo a México para el riesgo y la empresa productiva.

Sin una economía capaz de responder al reclamo demográfico y social, condensado en los jóvenes que «no hacen nada», el Estado no tiene cuerdas para resortear y su caída del ring es festinada por agoreros y apostadores. Por su parte, los contribuyentes a la Gran Coalición de la normalidad del centro a la derecha hacen mutis, no sin antes lanzar advertencias retadoras y mantener su reclamo fiscal incólume.

Lo peor se asoma como amenaza, que algunos ven ya en curso, de que una vez más los profesionales del desencanto empresarial promuevan el «voto con los pies», que ahora es a golpe de computadora, y el país se vea sometido a una desalmada andanada especulativa contra el peso y el precario orden financiero alcanzado a tan alto costo productivo y social.

Por último, pero no al último, el gobierno no resistió a su naturaleza y declaró la guerra al SME, so pretexto de combatir al corporativismo. Al agredirlo, con los más elementales recursos del pasado y sin tener a la legalidad claramente de su parte, el gobierno decide descansar en un coro mediático de falsa modernidad que arrambla no contra una dirigencia sindical rejega, sino contra los trabajadores y su sindicato, y pone en estado de alerta a las organizaciones que han aprendido a usar su independencia para sobrevivir y hacer avanzar las demandas elementales de sus bases.

Esta coalición anticorporativa imaginada no tiene consigo la elección racional de la que tanto presume, pero rehúsa encarar la carga de la prueba: para demostrar su congruencia liberal, llamémosla así, tendría que fijar posiciones claras ante lo peor del corporativo que no está en el SME, los sindicatos universitarios o telefonistas, sino incrustado en la educación, corroyéndola, y en la CFE o Petróleos Mexicanos, drenando sus recursos y bloqueando cualquier iniciativa de reforma de la empresa destinada a fortalecerla e integrarla y a recuperar el dominio eminente de la nación sobre sus recursos fundamentales.

La democracia es el credo de la falange generacional que creyó llegar a Los Pinos con Vicente Fox para afianzarse en el poder con Felipe Calderón para derrotar al populismo. Lo ocurrido dista mucho de concederles savia reformadora o verbo modernizador. Sólo disposición a la bravata y ni siquiera la hipótesis de la buena intención que suele otorgarse a la gente decente.

Calderón quiere hacer de 2010 el año de la inflexión y del cambio pacífico. ¿Por qué la espera? ¿O se trata de otra travesura del reloj legislativo?