Rolando Cordera Campos
El Financiero
25/06/2020
Todo se ha vuelto grande, obeso, plano y redondo como el tiempo confinado, mientras el razonamiento busca sin éxito un puerto de alivio para meditar, calibrar, poner el embrollo en perspectiva sin caer en la derrota. Los números marcan el paso de los días: poco más de medio millón de fallecimientos; cientos de miles bajo el yugo de enfermedades; más de un millón de desempleados directos, formales, mexicanos que no pueden acudir a algún refugio, porque no hay seguro de desempleo que cobije; caídas en la actividad económica, todavía medida por el PIB, que se acercan al 10 por ciento, cuando hace apenas un mes rondaban el 5 o el 7 por ciento. Sobre la ocupación y sus aludes millonarios, preferimos callar.
Perdimos el sentido de las proporciones bastante antes de que la pandemia nos estallara. Al meternos en una discusión sin criterios de evaluación ni elementos, aunque fuesen primarios, para dibujar una alternativa, todo fue alineándose en la fe, la lealtad sin condiciones ni consideraciones racionales, y cada vez más lejos de cualquier pretensión deliberativa sustentada en el diálogo informado, ilustrado, respetuoso. Todo se ha vuelto barullo desquiciante y, lo peor, propiciado por el Presidente de la República, con su elección fideísta: conmigo o contra mi. No hay tonalidades posibles.
Llevar las cosas del poder y del Estado a situaciones límite como lo hacen las propuestas presidenciales no augura nada bueno. La esperanza de que el gobierno recapacite y se preste a dialogar, dada la gravedad de la crisis, se pierde entre la bruma de tanta palabrería matutina. En particular, la política económica está secuestrada, encerrada dirán algunos, no tanto por los grupos de interés e influencia como solía pasar ayer, sino por el propio presidente y por algunos de sus cercanos considerados así por él mismo dada su “afinidad” y no necesariamente su conocimiento sobre el asunto del que se trate. No deja de ser una lógica extraña que alguien que enarbola cartillas morales confunda lealtad con sumisión. Todo, pareciera pensarse en los pasillos de palacio, será cuestión de llegar a la tierra prometida unidos y resueltos; imbuidos de confianza en el camino y el rumbo marcado.
Pero ni la vida se desarrolla por decreto ni se llega a tierra firme por mandato alguno. Menos aún si el cielo está obscuro y la mar brava. Lo que esta “posguerra” parece depararnos no es un proyecto reconstructivo, diseñado en la Cumbre, pero nutrido por la experiencia terrible de millones de personas, como ocurrió a partir de 1945 al término de la Segunda Guerra, cuando los combatientes volvieron a sus hogares y la máquina capitalista parecía dispuesta a superar cuanto antes las dudas existenciales y durezas sociales y materiales que habían dejado la Gran Depresión, la barbarie nazi y los millones de heridos y muertos.
Hoy no hay confianza ni certeza y millones de personas resienten abandono o desprecio. Su empobrecida circunstancia no admite mensajes de pura y dura fe, que ahondan la trampa en la que estamos.
Reponer el tiempo puede ser una ilusión, pero empezar por reconocer el valor del diálogo podría darnos nuevas señas de que podemos caminar sin caer ni perder el rumbo. ¡Qué triste encrucijada! Las nuevas trampas de la fe.