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El debate público

Un gobierno a medias

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

24/12/2015

Termina 2015 y con el año se cierra la primera mitad del gobierno de Enrique Peña Nieto. Una administración que arrancó promisoriamente con un gran acuerdo nacional tripartito para llevar a cabo un ambicioso programa de reformas constitucionales llega a la mitad de su trayecto con una imagen pública profundamente desgastada, con índices de aceptación inusitadamente bajos y con una percepción generalizada de ineficacia y corrupción.

La promesa reiterada desde hace años de que las famosas reformas estructurales desatarían los nudos que han impedido el crecimiento económico y que la liberalización del sector energético sería la varita mágica que atraería inversiones ingentes para impulsar el desarrollo pospuesto por más de tres décadas ha probado ser ilusoria. El adverso entorno económico internacional, con los precios del petróleo por los suelos, frustró las expectativas que preveían la llegada masiva de capitales deseosos de explotar la riqueza energética del país.

La Reforma de Telecomunicaciones, si bien abrió el mercado de la telefonía y la transmisión de datos, también se ha visto contrariada en el ámbito de la televisión, un mercado en pleno retroceso, por lo que la licitación de nuevas cadenas tampoco concitó el entusiasmo de los inversionistas, al grado de que una de las ofertas quedó también en el aire, cuando el consorcio ganador renunció a explotarla.

La Reforma Educativa, la que más consenso logró entre la sociedad por su oferta de mejora de la calidad de la enseñanza, con base en la profesionalización del magisterio, para que fueran criterios académicos y profesionales los que normaran su carrera, en lugar de los políticos y sindicales que habían predominado, avanza a trompicones, enfrentando la resistencia de un número importante de maestros y el escepticismo resignado de la mayoría de los docentes. Una reforma que se ha hecho girar en torno a la evaluación como panacea a los males de un sistema educativo en ruinas, pero que no ofrece un horizonte promisorio a los maestros con base en su buen desempeño, ni ofrece una mejor formación para enfrentar en buenas condiciones una evaluación que se presenta más como amenaza que como oportunidad de promoción y mejora salarial.

La utilización de la Policía para imponer la evaluación a los profesores muestra el fracaso de la reforma para ganar el consenso de quienes deben ser los principales impulsores del cambio educativo. Si bien no han faltado quienes han festinado la mano dura contra los maestros revoltosos, el hecho es que la reforma no ha despertado el entusiasmo necesario para que los maestros la conviertan en su causa y la vean como la liberación del yugo corporativo y la posibilidad de ganar autonomía en sus carreras que debería haber sido.

Más allá de las reformas, el gobierno se ha mostrado poco eficaz para garantizar la paz y la seguridad y no ha logrado acabar con la epidemia de violencia desatada durante el gobierno anterior. La militarización de la seguridad pública, con el pretexto de combatir al narcotráfico y al crimen organizado, se ha traducido en un uso arbitrario de la violencia estatal, violaciones reiteradas de los derechos humanos, una política de Estado de limpieza social con ejecuciones extrajudiciales de presuntos delincuentes que es cada vez más difícil de encubrir y una tensión soterrada entre las fuerzas armadas y el poder civil que por momentos se expresa con crispación.

En Tlatlaya, Apatzingán o Tanhuato se ha hecho evidente una manera de operar de las fuerzas de seguridad del Estado inaceptable en una sociedad basada en el orden jurídico, la presunción de inocencia y el uso proporcional de la violencia estatal. El gobierno de Peña Nieto, a pesar de sus dichos, no ha sido capaz de imponer el respeto a los derechos humanos en el actuar de los cuerpos policiacos y del Ejército o la Marina. La descomposición de los cuerpos policiales locales no se ha detenido y el prestigio social de las policías está por los suelos, sin que se haya visto una nueva estrategia capaz de detener el deterioro.

La crisis desatada por la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa también mostró a un gobierno aturrullado, sospechoso de encubrimiento, sin capacidad de investigar con certeza y de convencer de sus actuaciones a una sociedad desconfiada. Las prisas para cerrar el caso acabaron por hundir su credibilidad y propiciaron que la especulación se desatara. La intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y su comité de expertos no ha hecho sino aumentar la incertidumbre sobre lo ocurrido. La sombra del poder destructivo del crimen organizado, alimentado por la absurda prohibición de las drogas, planea sobre los hechos de Iguala, sin que las autoridades sean capaces de explicar con claridad cómo impactó realmente en lo ocurrido.

La fuga de “El Chapo” Guzmán, después de que su captura había sido presentada como un gran logro gubernamental, fue una muestra de lo carcomida que se encuentra la estructura social por la corrupción y la ineficacia.

El acceso a la información pública ha hecho que la corrupción y el tráfico de influencias, males endémicos del orden social mexicano, se muestren ahora descarnadamente, incluso cuando involucran al Presidente y su entorno más cercano. La respuesta Presidencial frente a las evidencias de su comportamiento poco ético fue la de propiciar un encubrimiento aparentemente avalado por la Ley y patear hacia adelante el combate institucional a la corrupción, pues los efectos de la reforma por la que se creó el sistema nacional anticorrupción no se verán sino en el mediano y largo plazo, si es que logra ser exitosa su puesta en marcha.

A la mitad del camino, el gobierno de Peña Nieto se muestra agotado en su capacidad de reforma, incapaz de propiciar el crecimiento económico y sin la energía suficiente para hacer algo más que salirle al paso a los problemas de manera inercial.