Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
31/08/2017
Desde el origen de la organización estatal mexicana, la procuración de justicia fue concebida como uno de los elementos fundamentales del ejercicio del poder político. El control presidencial de la procuraduría federal –como el de los gobernadores de la de cada uno de los estados– fue un instrumento fundamental para la venta de protecciones particulares y la negociación de la desobediencia de la ley, pilares de los mecanismos de reducción de la violencia que permitían el gobierno de la población y el control territorial más o menos incontestado.
Las procuradurías han sido tradicionalmente en México correas de transmisión de la arbitrariedad presidencial o de los gobernadores. Su estructura es clásicamente clientelista: un Procurador nombrado por el ejecutivo, integrante de su gabinete, casi siempre un operador político de mano dura, a la cabeza de una pirámide de relaciones de reciprocidad y disciplina, donde cada agente del ministerio público le debe el puesto a su jefe, por lo que su permanencia depende de su sumisión a las decisiones tomadas en la cúpula, sin ninguna autonomía en su cargo, sin una carrera bien definida en sus procesos de promoción y permanencia, sin grandes exigencias de conocimientos y capacidades en el reclutamiento, pues la obtención del puesto era una prebenda de la lealtad política.
Las procuradurías, además, han tenido bajo sus órdenes a las policías judiciales, cuerpos de estructura cerrada, refractarios al escrutinio, disciplinados para obedecer las consignas políticas, pero extraordinariamente corruptos y poco capacitados técnicamente para la investigación seria de los delitos. Durante años, las policías judiciales ejercieron su tarea gracias a su entrelazamiento con las redes delincuenciales, con las que mantenían una relación de tolerancia respecto a los delitos menos violentos, a cambio de su colaboración para contener a aquellos de mayor impacto social. Se ha tratado de cuerpos especialistas en fabricar culpables, obtener confesiones bajo tortura, hacer detenciones arbitrarias, sembrar pruebas, extorsionar a los presuntos delincuentes y vender impunidad.
Las procuradurías han sido unos de los cuerpos donde se hacen más evidentes las contrahechuras del Estado mexicano: débil, inepto, corrupto y arbitrario; cada agencia del ministerio público –local o federal– es un escaparate de la descuajaringada estructura del poder público: oficinas astrosas, personal prepotente y abusivo, funcionarios iletrados y descaradamente venales. A pesar de todas esas taras evidentes, su carácter de brazo del supremo poder ejecutivo hizo que tradicionalmente sus consignaciones fueran juicios anticipados, pues casi siempre los jueces daban por buenas las acusaciones mal fundamentadas y con pruebas dudosas de los ministerios públicos, como muestra de sumisión de la judicatura al poder incontestable.
Y qué decir de su disposición a investigar o perseguir delitos en los que estuvieran involucrados políticos en gracia. Ni el latrocinio más evidente provocaba sospechas si el que lo cometía no había roto los pactos de complicidad, lealtad y disciplina política. Pero, pobre de aquel díscolo que se enemistara con el Gobernador o, peor aún, con el presidente: sobre él caería “todo el peso de la ley”, siempre ligero para los validos y los amigos, pero implacable con los adversarios, en la mejor tradición juarista de la política nacional.
La manipulación política de la Procuraduría General queda obvia cuando se cuentan 15 titulares desde el gobierno de Salinas a nuestros días: un promedio de permanencia en el cargo de apenas dos años. La falta de continuidad en la cabeza del ministerio público y el cuerpo de investigación federal de los delitos es una muestra de su debilidad institucional, la cual se refleja en su incapacidad para construir un marco de reglas eficaz para combatir los delitos, que muestre el músculo estatal para aplicar de manera obligatoria de la ley y le dé certidumbre a la sociedad en sus vidas, sus derechos y sus propiedades.
El cambio en la procuración de justicia del Estado mexicano es urgente y no puede ser meramente cosmético. No basta con un cambio de nombre y un nombramiento político de un titular transexenal. Es indispensable un rediseño mayor, un auténtico cambio institucional, para construir un cuerpo profesional, con mecanismos de reclutamiento basados en las capacidades técnicas y los conocimientos de agentes ministeriales e investigadores. Un cuerpo de fiscales federales de carrera, que se promuevan en sus cargos con base en el desempeño y el mérito, capaz de enfrentar con éxito los retos del sistema penal acusatorio. Abogados profesionalmente capaces, que sepan argumentar oralmente, con un sentido ético de la justicia. Detectives e investigadores con los saberes necesarios para usar la ciencia en sus indagatorias y no la extorsión y la tortura. Y ese modelo de profesionalización, base de una auténtica autonomía, debe replicarse en cada entidad federativa.
La nueva fiscalía no puede heredar en automático los vicios y la corrupción que hoy imperan en la procuraduría general. Si el nuevo cuerpo nace con los lastres que hoy impiden el buen funcionamiento de la procuración de justicia y reproducen las arbitrariedades del autoritarismo de la época clásica del PRI, no se cumplirá con la necesaria tarea de reconstrucción de capacidades estatales que el cambio debe implicar. Se debe crear, en cambio, un nuevo organismo, donde cada uno de sus integrantes se someta a un proceso de reclutamiento basado en los criterios profesionales que le deben ser consustanciales. Los integrantes actuales de la PGR deberán, para ingresar al nuevo cuerpo, someterse a una evaluación de desempeño rigurosa que deseche a aquellos que no la superen.
La nueva fiscalía requiere, también, de legitimidad simbólica de origen. Desde su primer titular se debe buscar la mayor despolitización del cargo posible. No es admisible que un cuadro político del actual gobierno, como Raúl Cervantes, quede a la cabeza; el fiscal general y los fiscales especiales, como el anticorrupción o el de delitos electorales, deben ser cuadros claramente independientes de los partidos, con credenciales profesionales sólidas. Solo así nacerá el cuerpo que refunde la relación de la sociedad mexicana con la ley.
Por eso es lamentable que, en lugar de entrar al fondo del diseño técnico de la fiscalía, la mayoría de los medios esté abordando la discusión desde la perspectiva del pleito partidista por el nombramiento del titular, como si lo relevante fuera si Zongo le dio a Borondongo y Borondongo a Bernabé, y no la reforma de fondo de uno de los pilares de un auténtico estado de derechos.