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El debate público

Ciudadanos y elecciones

José Woldenberg

Nexos

04/05/2015

La pregunta de La zurda es un verdadero acertijo: ¿Qué esperan los ciudadanos de las próximas elecciones? Para responderla es obligado ir por partes.
Primero. Los ciudadanos no son un bloque, menos un bloque monolítico. Se trata de un universo mayúsculo y contradictorio donde palpitan intereses, idearios, pulsiones, alineamientos, redes de relaciones, no solo distintos sino en ocasiones enfrentados. El demagogo suele hablar en su nombre y la práctica se ha extendido a las organizaciones sociales, el periodismo, la academia y los partidos políticos. Es una operación sencilla pero tramposa: se asume que lo que el vocero dice es lo que verdaderamente esperan los ciudadanos. Pues no, con modestia tenemos que asumir que hay franjas de ciudadanos que esperan distintas cosas de los comicios en curso y eso hace aún más interesante la próxima elección.
La sangrona nota anterior que suena a metodología para párvulos tiene un sentido político: salirle al paso a todos aquellos que hablan a nombre de un universo tan vasto, complejo y discordante como lo son los ciudadanos.
Hay ciudadanos que se identifican con alguno de los partidos registrados. Votarán por ellos. No sé que tan grande o pequeña sea esa franja pero por supuesto los hay. Están los que confían en algún o algunos candidatos y seguramente también se presentarán en las urnas para que su decisión cuente. Existen los que no se identifican con ningún partido y ningún candidato pero asisten a sufragar porque lo consideran un ritual con sentido que hay que fortalecer y aprovechar. Se trata de muchos millones de mexicanos que saben o intuyen que no existe una fórmula superior para nombrar gobernantes y legisladores.
En la otra cara de la moneda están los abstencionistas por tradición. Los que le dan la espalda de manera radical a la política. Ese reino no es suyo ni para ellos. En vez de votar prefieren un domingo tranquilo con la familia o frente al televisor o en una comida entre amigos. Cualquier cosa menos ir al centro de votación. Hay que sumar a los abstencionistas coyunturales: los que no pueden o no quieren ejercer su derecho al voto. Los que no pueden quizá sea por enfermedad, por estar fuera del país (o de su estado, circunscripción, distrito o sección), porque perdieron su credencial. Algo los imposibilita y por ello estarán ausentes. Los que no quieren son una categoría diferente y políticamente relevante: son aquellos que no encuentran una opción a su gusto, los que suelen ver a todos los partidos como iguales, los que guardan una distancia crítica y expresan un malestar con la política tal como la conocemos. De ese grupo hay un capítulo aún más significativo: los que han decidido acudir a la cita para anular su voto como una muestra de repudio a todos los partidos y todos los candidatos. Son los que expresan un hartazgo mayúsculo, los que en bloque descalifican al mundo de la política y no están dispuestos a ofrecer ni un minúsculo voto para su perpetuación. Y en el extremo están las bandas violentas que han amenazado con boicotear a la fuerza las elecciones, como sucede en el estado de Guerrero.
En una palabra: ese universo diferenciado al que por economía de lenguaje llamamos ciudadanos asume de manera diversa a las elecciones, se comportará de forma distinta y espera desenlaces diferentes.
Segundo. Habrá elecciones el 7 de junio. Se dice en forma inercial como si se tratara de un ritual intrascendente. Y no lo es. Estará en juego la composición de la Cámara de Diputados, 9 gubernaturas, 17 congresos locales y cientos de ayuntamientos. A querer o no, ese expediente que les parece a muchos insípido o desgastado, es el único que ha inventado la humanidad para los relevos pacíficos de los gobiernos y la configuración de los cuerpos legislativos.
Las elecciones competidas –de manera generalizada- tienen entre nosotros poco tiempo. ¿Es necesario recordar que hace apenas unas décadas el expediente se cumplía puntualmente pero los ganadores y perdedores se encontraban predeterminados? ¿Se requiere insistir en que el sistema de partidos equilibrado y la incertidumbre del resultado comicial son construcciones recientes? ¿No resulta innecesario insistir en que los pesos y contrapesos que hoy están instalados en el entramado estatal son el resultado de elecciones cada vez más competidas?
Pues bien, más allá de la oscilación en los humores públicos una cosa es cierta: de las elecciones del próximo 7 de junio dependerá, en buena medida, el nuevo mapa de la representación política en nuestro país. ¿Tendremos cómo desde 1997 una Cámara de Diputados sin mayoría absoluta de votos de algún partido o alguno logrará remontar esa situación? ¿Y si ningún partido –en singular- logra la mayoría absoluta (lo que creo más probable) cuáles serán las combinaciones, las alianzas, que permitan forjarla? ¿Los partidos conservarán los gobiernos de los estados que hoy encabezan, habrá alternancia, cuál será la nueva correlación de fuerzas en las entidades? ¿En el D.F. –en especial- cuál será el impacto de la división de la izquierda? ¿En los congresos locales habrá o no mayorías absolutas o el pluralismo equilibrado seguirá siendo el rasgo sobresaliente de algunos, muchos o todos? ¿Cuántas centenas o decenas de municipios acabarán gobernando cada una de las fuerzas políticas? ¿Qué impacto tendrán los candidatos independientes?
No son preguntas baladíes salvo para los que reniegan de manera radical de la política o los que han llegado a la errónea conclusión de que todos son lo mismo.
Tercero. El impacto de los diversos comportamientos en los resultados será distinto. Los que asistan a las urnas van a ser los que decidan quienes deben gobernar y quienes legislar. Se trata de una regla de hierro de la contienda electoral. Por lo pronto, no tiene sentido especular si serán muchos o pocos, si el abstencionismo crecerá o disminuirá. Ya lo veremos y luego vendrán los análisis pertinentes sobre ese fenómeno. Pero lo cierto -lo que nadie puede ocultar- es que serán los votantes los que decidan cuál será el resultado (los resultados sería más preciso decir).
Los abstencionistas no contarán. Serán una cifra interesante para sociólogos, politólogos, psicólogos sociales y analistas en general. Deberían serlo también, y sobre todo, para los partidos políticos. Porque las personas acuden o no a la urna por las ofertas que les hacen las organizaciones políticas y sus candidatos. Y si el porcentaje de los ciudadanos que no acuden a la cita aumentan debería preocuparlos. Pero, conste, he escrito “debería”.
Los “anulistas” harán sentir su presencia y quizá, en un caldo de cultivo en el que se reproduce y crece el desencanto, crezcan de manera significativa. Prenderán un foco rojo que debería ser atenido por los partidos y los candidatos, pero nadie puede garantizar que eso suceda. Lo cierto es que esos votos anulados no contarán para decidir quién gana la gubernatura, la diputación uninominal o plurinominal, el ayuntamiento o asientos en los congresos locales. Quizá tenga un impacto al “hacer las cuentas” para ver si los partidos más pequeños logran el 3% de la votación para refrendar su registro, ya que esos votos sí cuentan como emitidos.
Mención aparte merece la intención de no permitir –por la fuerza- la celebración de elecciones. No sólo se trata del intento de una minoría de impedir la expresión de la mayoría, no sólo ilustra las pulsiones autoritarias de quienes encabezan esa consigna, sino que puede generar episodios de violencia sobre cuyos resultados no quiero ni especular, y reacciones que pongan en tensión los resortes más autoritarios del régimen.
Cuarto. Tomar en serio el malestar. Lo que resulta inexcusable es afrontar con seriedad la ola de malestar que se expande en el país en contra de los políticos, los partidos, los gobiernos y los congresos. No es un asunto menor.
Todo parece indicar que las tragedias documentadas en las cuales se han violado de manera flagrante derechos humanos (desapariciones forzadas y asesinatos extrajudiciales), aunados al rosario de actos de corrupción que quedan impunes han generado una ola no solo de desencanto sino de repudio a partidos, gobiernos y candidatos. Bastaría salir a la calle y hablar con los transeúntes o abrir algún periódico o escuchar la radio o ver la televisión o leer las encuestas para documentar un fenómeno que parece crecer de manera imparable: un sentimiento de hartazgo con eso que genéricamente denominamos política.
Intentar remontar esa situación –ese caldo de cultivo- debería desatar un esfuerzo conjunto de partidos y candidatos por elevar la mira y reconstruir los maltrechos puentes de comunicación que existen entre ellos y franjas más que relevantes de los ciudadanos de a pie. Pero no parece que esté sucediendo. Las campañas en los medios, reducidas a comerciales de 30 segundos que impiden la exposición de cualquier problema y de su eventual solución, se caracterizan por su mimetismo al mundo del espectáculo y tienden a vaciar de contenido a las campañas electorales.
Así, el momento estelar de la política, cuando se supone que quienes quieren gobernar o legislar exponen ante sus eventuales votantes programas y diagnósticos, se vacía de sustancia y pierde significado a los ojos de muchos. Recargar de análisis, propuestas y estudios las hoy inerciales contiendas comiciales sería un buen paso en el intento por recuperar la atención en un ritual que de por sí tiene un enorme significado: que los ciudadanos elijan a sus representantes.
Hoy, además, resulta más claro que nunca, el craso error que supuso modificar la legislación para que la puerta de entrada de nuevos partidos se abriera cada seis años. Dada la fluidez de nuestra vida política sería importante que en cada elección, los ciudadanos que no se identifiquen con los partidos existentes puedan generar su propia opción y participar en la contienda. El malestar, el hartazgo, la crítica deben contar con una vía abierta para forjar sus propias opciones.

*Publicado en la revista La Zurda Nº 26. Abril-mayo de 2015.