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El debate público

Constitución CDMX

María Marván Laborde

Excélsior

11/02/2016

Empieza formalmente una discusión que, en realidad, lleva décadas. ¿Cuál es la constitución pertinente para la Ciudad de México? La dificultad estriba en que ella alberga los poderes federales, pero merece una forma de gobierno propia e independiente de la Federación y, sobre todo, de la voluntad del Presidente; especialmente porque, desde hace casi 20 años, el jefe de Gobierno pertenece a un partido diferente a aquél al que pertenece el Presidente.

Hemos de reconocer que el estatuto de gobierno de 1996 que nos permitió cambiar al regente de la ciudad por el jefe de Gobierno y que nos permitió que tanto éste como los jefes delegacionales fuesen elegidos por el voto popular y no designaciones presidenciales, transformaron la ciudad de manera radical.

Ahora se transformarán las delegaciones en alcaldías y eso significa que, junto con cada alcalde, habremos de votar una planilla que conformará el cabildo en donde se incluirá la representación proporcional. Es decir, los alcaldes, las alcaldesas, tendrán en el corazón de su gobierno cierto contrapeso que representará a la oposición.

La teoría política sugiere que donde hay contrapesos disminuye el autoritarismo, disminuye la corrupción y mejora la rendición de cuentas. No quisiera ser aguafiestas, pero esa no ha sido la experiencia que hemos tenido ni en gobiernos municipales que han experimentado la pluralidad y la alternancia, tampoco ha servido de mucho en las gubernaturas ni en el gobierno federal.

Quizá esto explica que el ánimo de los chilangos, de acuerdo a varias encuestas, vean esta Reforma Política con desgano, no va a cambiar nada, hasta la franca desesperanza: sólo servirá para mayores corruptelas. ¿Acaso esto quiere decir que todo está perdido? ¿Debemos resignarnos a que todo quede igual o peor porque las alcaldías se podrán incrementar y habrá más burócratas que mantener? Creo que no. Me niego a pensar que, por definición, todo será igual o peor. Ahí, precisamente ahí, está el reto de quienes participen en la redacción de la primera constitución de la Ciudad de México. Éste es el desafío que tendrán que enfrentar el Congreso Constituyente que habremos de elegir en junio y que trabajará hasta el último día de enero de 2017.

Desde mi perspectiva, uno de los grandes retos a los que se enfrentarán ambos grupos es a generar una estructura de gobierno que dote de una gran fortaleza a las alcaldías y, al mismo tiempo, subrayo, al mismo tiempo, las obliguen jurídica y funcionalmente a comunicarse entre sí para generar un solo gran gobierno.

El desafío no es menor. Los alcaldes deberán estar obligados a mirar desde su alcaldía a los ciudadanos que gobiernan, atender sus necesidades, pensando en las carencias de las colonias, de los barrios, de las manzanas. Deberán tener los instrumentos jurídicos necesarios para incentivar la participación ordenada e involucrar a los ciudadanos en la resolución de sus propios problemas.

Al mismo tiempo, quien encabece el Gobierno de la Ciudad de México deberá coordinar todas las alcaldías con una visión de conjunto que permita modelar la ciudad del futuro, que imprima congruencia en el desarrollo, que encuentre formas democráticas de gestionar el conflicto. Que tenga la fortaleza para encausar una ciudad de por sí anárquica.

Desde la constitución deberán preverse mecanismos formales de discusión y herramientas para tomar decisiones. El Gobierno de la Ciudad, junto con las alcaldías, deberá poner en cintura a los grandes desarrolladores, pero también a los vecinos chantajistas que impiden lo que se les ocurre que podría perjudicarles. También habrá que ajustar a la ley a los paracaidistas y a los que se han apropiado de los espacios públicos a través de la fuerza de su líder, con quienes mantienen un intercambio de prebendas por votos.

No es sencilla la labor que tienen encomendada el grupo de redactores de la constitución. De ellos depende que tengamos las bases para una ciudad democrática o que prohijemos nuevas formas de autoritarismo pluripartidista, donde los ciudadanos son clientes y la ciudad un botín a repartir.