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El debate público

Fito en la memoria

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

11/02/2016

Adolfo Sánchez Rebolledo nunca dio clases en aulas. Nunca pudo quedarse mucho en las escuelas. Tengo la impresión de que nunca le gustó demasiado encasillarse en una disciplina académica, ni en una actividad precisa; siempre me pareció uno de los espíritus más libres que he conocido. Sin embargo fue uno de mis principales maestros de vida.

Aunque supe de Fito desde la infancia, pues en 1968 había vivido una curiosa historia con mi padre en un viaje a Cuba que tuvo un corolario de novela de espías típica de la Guerra Fría, lo conocí personalmente muchos años después, en 1981. Lo vi y lo oí en el Teatro del Pueblo, del mercado Abelardo L. Rodríguez, en centro de la Ciudad de México, cuando la asamblea constitutiva del Movimiento de Acción Popular. Eran los tiempos de la fusión de buena parte de la izquierda en el Partido Socialista Unificado de México. Yo venía del inefable Partido Socialista de los Trabajadores –del que me habían expulsado por exponer una posición crítica– y Carlos Juárez, mi profesor en la UAM, me invitó a acercarme al MAP. Cuando me hizo la lista de quienes participaban con él en ese proyecto no lo dudé. De todos había oído hablar y a algunos los había leído. De Carlos Pereyra, Arnaldo Córdova y Rolando Cordera, sin duda. Y qué decir de Fito. Su nombre había seguido en los recuentos familiares de aquel viaje a Cuba y siempre encontraba en la oficina de mi padre, en el periódico El Día, ejemplares de Punto Crítico, la revista que Sánchez Rebolledo dirigió como grupo político en el que participaron varios de los dirigentes del movimiento estudiantil de 1968. La Tendencia Democrática del SUTERM, Rafael Galván y el periódicoSolidaridad, dirigido por Fito, después de su salida de Punto Crítico, también habían sido parte de mi formación política adolescente.

En aquella asamblea del MAP de 1981 por fin le puse cara a aquel personaje mítico de mi infancia, al hijo del filósofo Sánchez Vásquez, a Fito el de Cuba, al periodista militante. Y lo oí hablar con claridad y contundencia y de ahí salí convencido que aquella era la corriente política a la que yo pertenecía. Ahí había sindicalistas y académicos, militantes del 68 y dirigentes agrarios. Y, además, deliberaban. Mi experiencia previa en el Partido Socialista de los Trabajadores –donde las asambleas eran de acarreados campesinos que oían discursos inflamados y retóricos– contrastó con aquel ambiente de personas que discutían y deliberaban en torno a ideas y proyectos concretos.

En 1985, para las elecciones legislativas, me enrolé en la campaña de Fito para diputado por el PSUM. Ahí lo acompañé a reuniones y debates y participé en la organización electoral. Ahí, finalmente lo conocí de cerca, lo vi hacer campaña, hablarle a la gente, debatir en la prepa 8 con Fernando Gómez Mont, su contrincante del PAN, en ausencia de Manuel Jiménez Guzmán, el adversario del PRI, quien finalmente ganó con una victoria apretada. Fito se quedó sin entrar en la Cámara porque, a pesar de que iba en la lista plurinominal, a último minuto el partido lo bajó un lugar para darle cabida a Manuel Terrazas, viejo estalinista, cabeza de la Unidad de Izquierda Comunista, aliada del PSUM en aquel año.

En 1987, Fito me dio trabajo en un proyecto de investigación sobre historia de la electrificación rural para la empresa de consultoría en política energética que Arturo Whaley, ex dirigente sindical de los trabajadores nucleares, había creado con el dinero de la indemnización del SUTIN, liquidado por el gobierno de De la Madrid. En aquellos tiempos recorrí con él, haciendo entrevistas de historia oral, Tlaxcala, gobernada por Beatriz Paredes, y Jalisco, donde conocimos la zona de la ribera de Chapala hasta La Barca y entrevistamos a familias que habían sido cristeras, la zona de la costa, por Tomatlán, ya desde entonces con presencia fuerte de los narcos y de la policía judicial, y la sierra de los huicholes, la ahora conocida como Wirakuta. En cada lugar, la mirada de Fito descifraba códigos culturales, actitudes y narrativas entrelineadas con filo y tino. Con él aprendí una forma de interpretación de la sociedad nada dogmática y sin sobrecarga de categorías o teorizaciones. Fito entendía al país mejor que cualquiera de mis profesores formales y sabía comunicar esa comprensión sin imposturas intelectuales, siempre con humor, sin solemnidad y con sentido común. En los viajes y en la oficina las conversaciones eran interminables, y derivaban de los últimos acontecimientos de la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas a las sirenas nalgonas que por entonces, convertido en ceramista, modelaba.

Fue a Madrid en 1992, cuando yo estudiaba allí, a hacer programas de televisión de Nexos, de los que era productor cuando Rolando Cordera los dirigía y presentaba. Se quedó unos días en mi casa; recorrimos andando las calles madrileñas y hablamos incansablemente de España, del PSOE, de la Segunda República y la guerra civil que había conducido a sus padreas al exilio, del México de Salinas, de la izquierda y de la vida. En una taberna de flamenco con pretensiones antropológicas, se enfrascó en una discusión acalorada con un paisano de su padre, un anarquista malagueño dueño del lugar, que denostaba a la república por algún acto de represión al que le había dedicado algún documental, pues pretendía ser cineasta. Nos reímos mucho todos aquellos días.

Después empezó la aventura socialdemócrata, desde Tlaxcala, en julio de 1996, hasta Democracia Social en 2000. Los tiempos de construcción del partido, de la definición de la candidatura y de la campaña presidencial de Rincón Gallardo, cuando Fito fue el representante ante el IFE,  nos unieron aún más, en la coincidencia política y en la amistad. El país que Fito imaginaba marcó el proyecto de quienes creíamos que era posible construir una nueva expresión de la izquierda comprometida con el proyecto democrático, con las libertades y con el orden jurídico, pero con un proyecto serio de igualdad. Los más jóvenes del partido se identificaban con él más que con cualquier otro de los antiguos militantes de izquierda que nos acompañaron en aquella aventura, pues siempre resultaba accesible y era una fuente inagotable de ideas y experiencias.

Agudo, cáustico, con un sentido del humor implacable, a veces con la dosis justa de sicalipsis, siempre irónico, Sánchez Rebolledo entendió la vida sin solemnidad pero con causas. Su cercanía, su magisterio y su amistad para mí han sido de las mejores cosas que me han pasado. En la hora de su muerte no puedo más que sentir un gran vacío.

(Este texto recoge buena parte de lo que escribí para el libro que sus amigos le dedicamos a Adolfo Sánchez Rebolledo en su cumpleaños 70, en 2012).