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El debate público

Cuba no está sola

Adolfo Sánchez Rebolledo

La Jornada

14/05/2015

Durante muchos años se quiso ver a Cuba como un país marginal para el mundo. Sus denodados esfuerzos para sobrevivir eran objeto de escarnio, aun en amplios sectores progresistas que, en nombre de la novedad democrática o del fin de la historia, o del mantra no hay de otra, clamaron contra un pequeño Estado nacional que no aceptaba unir su destino al fracaso del socialismo real, derrumbado junto con el Muro de Berlín y la caída de la Unión Soviética. Los adversarios de la Revolución, en medio del triunfalismo desbordado, jamás aceptaron que no habría normalidad en el Nuevo Mundo mientras la cuestión cubana permaneciera como una reliquia ominosa de la vieja guerra fría. Sin embargo, la realidad cambió antes que los prejuicios y las naciones latinoamericanas comprendieron que la exclusión de Cuba era una espina clavada sobre ellas mismas, contra su historia común, y exigieron además de su vuelta a los organismos panamericanos, la renovación a fondo de las viejas relaciones con el norte basadas en la reinterpretación del viejo Destino Manifiesto.

Cierto es que el afán de los dirigentes cubanos por reclamar el significado de los vocablos soberanía y dignidad y la defensa a muerte de sus principios a muchos les parecía trampa dictatorial, anacronismo o excusa antidemocrática para mantenerse en el poder sin aceptar la libertad según se entendía el mercado global que transformaba al planeta. A su modo, Estados Unidos creía que sólo la caída del régimen revolucionario garantizaría el cambio: confiaba en la irreversibilidad de la situación creada por medio siglo de embargo económico y hostilidades encubiertas, de campañas ideológicas sistemáticas para hacer de Cuba un Estado terrorista arrinconado en la isla. Cuba, sin duda, exigía una profunda reforma social y política, pero en los círculos del imperio sólo se daba crédito a lo que había ocurrido en otros estados creados a imagen y semejanza del soviético en un escenario internacional dominado por el conflicto bipolar y la amenaza nuclear.

Ahora, cuando Obama ha reconocido los errores cometidos por sus antecesores, Cuba vuelve a la escena como si de la noche a la mañana se hubiera puesto de moda. Las viejas potencias europeas que ayer condenaron al régimen, sumándose al bloqueo estadunidense, hoy tienden puentes y mandan misiones a la isla. Cierto es que detrás están, ávidos, los intereses que quieren repartirse el hasta ahora considerado pequeño pastel cubano, pero hay algo más en este vaivén del péndulo. El acercamiento se da en un marco de respeto mutuo, como se advierte en estas palabras de François Hollande: Estamos listos para acompañarlos, pero respetando su identidad, modelo e independencia. Para nosotros, esos son principios esenciales. Hollande, el primer presidente francés que visita Cuba, está feliz de conocer a Fidel en su casa de La Habana, por una razón que no se mide en inversiones y poco tiene que ver con la diplomacia paralela. Fidel, más allá de toda leyenda, es el símbolo de una época de la que pocos salieron inermes. Y hoy Cuba, contra todo pronóstico, ha recuperado influencia, protagonismo, en un mundo donde se forjan nuevas alianzas. Tiene por delante el llevar a buen puerto las reformas que han sido aprobadas, sin perder de vista los grandes objetivos que impulsaron la Revolución, tarea que no es sencilla ni está predestinada al éxito.

Cuba replantea la disyuntiva moral que el capitalismo neoliberal excluye: la necesidad de atender a los más débiles, de juzgar los bienes de la sociedad por lo que aportan a la civilización y no sólo por las ganancias obtenidas. En esa premisa descansa la cercanía del gobierno cubano con el papa Francisco, cuya gestión componedora ha sido vital para el deshielo con el presidente estadunidense, aunque Raúl Castro quiso subrayar otras coincidencias de fondo y sellar los compromisos mutuos. En Roma, luego de un encuentro privado muy positivo, el presidente cubano enalteció la figura de Francisco, llevando el elogio al límite: “Si el Papa sigue hablando así –dijo–, tarde o temprano empezaré a rezar otra vez y volveré a la Iglesia católica, y no es broma”, según la reseña de La Jornada. Con esas palabras el jefe de un Estado laico –que borró el ateísmo en 1985– se reconoce en la actitud de Francisco ante las injusticias del mundo actual. ¿Qué dirán ahora los obispos conservadores que ya en 1998 protestaban por la visita de Juan Pablo a Cuba?

Sería iluso creer que no hay riesgos en el camino de reformas y en la normalización de las relaciones con Estados Unidos, pero nada sería peor que no cambiar. Los dirigentes cubanos han entendido la imperiosa necesidad de relacionarse con el mundo aprovechando las inéditas circunstancias del fin de las potencias únicas.