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El debate público

De Davos y sus espejismos

Rolando Cordera Campos

La Jornada

24/01/2016

 

Las diosas y los hados (¿o al revés?) parecen estar enojados con los humanos o agarrados del chongo entre ellas y ellos, pero el resultado es el mismo: los bienes terrenales no aumentan lo suficiente, el empleo mengua y los ingresos de la mayoría trabajadora apenas se mueven, cuando no se hunden.

Las recuperaciones anunciadas –la de Estados Unidos en especial– no dan para un resarcimiento global sostenido y el descenso en la dinámica de la economía china acorrala a los productores y exportadores de materias primas, petróleo, minería y hasta alimentos; por fortuna, son los pocos renglones de la producción mundial que parecen haber superado esta tendencia nefasta al estancamiento o el declive general y secular. Conclusión: vivimos los albores de una nueva era en la evolución del capitalismo mundial, global por naturaleza y vocación, que no sabemos si nos va a llevar a una dolorosa transición hacia el reino de nunca jamás.

Algunos esperan que la cuarta revolución industrial, que en estos días habrá quitado el aliento a los hombres de las nieves en Davos, podría edulcorar este tránsito, pero eso puede ocurrir sólo si trae consigo no sólo más y mejores empleos, sino también diferentes maneras de relacionarnos con la naturaleza. Ni lo primero ni lo segundo está hoy garantizado.

Vana ilusión, dirá más de uno de mis compañeros de página y diario; pero sí, desde luego, el acicate para plantear (se) grandes temas y escenarios, de los que podrían emanar nuevos relatos como los que requieren la comunidad internacional atribulada por la violencia y el achatamiento brutal de expectativas. Nada qué ver con los hombres de La Montaña Mágica y sus ridículos cronistas.

México no crecerá como hasta hace poco se esperaba, sino menos, nos dice el Fondo Monetario Internacional. El hecho de que lo vaya a hacer por encima de lo que se espera en el cono sur de América, donde la recesión brasileña y el quilombo argentino arrastrarán esperanzas de muchos y pondrán contra la pared las expectativas de más, no debería ser consuelo para nadie, mucho menos de los corifeos de este extraño triunfalismo a que se han dado el gobierno y su séquito. Qué bueno, si así se le quiere ver, que no acompañemos esta vez a los hermanos del sur de América en su caída económica, pero ello de ninguna manera nos exime de reconocer nuestra situación; no en contraste con la de ellos, sino de cara a lo que somos y necesitamos como sociedad.

Vernos en el espejo de los demás es odioso, pero enseña, si uno está dispuesto a aprender de la comparación. Sin embargo, usar la confrontación como mampara para no encarar una circunstancia dominada por cuadros de pobreza, empobrecimiento y desigualdad, sólo lleva a mayores frustraciones e irritaciones, por su intensidad y magnitud.

Los números de nuestra tragedia social son grandes y no admiten manipulaciones. Nos informan de órdenes de magnitud y de tendencias que no pueden ocultarse o corregirse con el absurdo recurso de modificar cifras con cargo a extrañas lucubraciones metodológicas. El gobierno, o mejor dicho, algunos servidores públicos de alto nivel, se han dedicado a sembrar dudas y especulaciones sobre las cifras de pobreza, dirigidas aparentemente a legitimar revisiones apresuradas de los hallazgos de Inegi que luego el Coneval usa para sus informes sobre la pobreza y la desigualdad en México. Tal operación no debe continuar porque no puede sino llevarnos a un momento terrible de irracionalidad política y social.

En todo caso, debería dar lugar a un diálogo sensato y racional, ilustrado, sobre las insuficiencias de los datos y las cifras con que contamos, pero para corregirlas y adecuarlas para los fines de una mejor política económica y social, pero no para disfrazar una realidad cuyos abismos no se alcanzan a registrar desde la comodidad de las salas y bibliotecas de los acomodados de siempre o de los recién llegados gracias a su disposición para escuchar la voz del amo. Se trata de redescubrirnos, no de ponernos nuevas máscaras.

Roberto González Amador en La Jornada nos informa de un estudio del Banco Mundial (BM) sobre los llamados ninis en México y América Latina, cuyos montos parecen haberse disparado por la violencia y el mal desempeño sostenido de la economía y el empleo. Hay que darle al informe del Banco el lugar que debe tener. Cuando el entonces rector José Narro alertó a la sociedad mexicana sobre esta auténtica tragedia demográfica y social, se le desdeñó y sus estimaciones numéricas no sólo fueron cuestionadas, lo que hubiera sido sin duda productivo, sino desestimadas por exageradas. Algunos comentaristas de la tontería llegaron a la burla de las revelaciones del rector.

Ahora resulta que los millones de jóvenes de los que habla el BM son más o menos los mismos que denunció el rector. Sean exactas o no, se trata de cantidades indicativas de una realidad abismal donde se quema a diario el todavía existente bono demográfico que se volverá pagaré insoluto de mantenerse la trayectoria económica y social que México ha seguido por 30 años. Lo que queda es un lapso de no más de 30 años que se borra con los días.

Hace años, el Estado mexicano reconoció, apenas a tiempo, que con la demografía no se debería jugar. Luego, los gobernantes de la alternancia se olvidaron de esta lección y se dieron al peor de los libertinajes en la materia, del que ha resultado otra tragedia: el creciente número de madres adolescentes. Lo ganado en lustros parece haberse perdido en unos cuantos años de ignorancia, descuido y fideísmo.

Los panistas, por ignorantes o dogmáticos o por ambas razones, jugaron con la población porque no sólo descuidaron la política demográfica, sino sumieron al país en una terrible guerra interna que expandió la criminalidad juvenil y la muerte inmisericorde de miles de mexicanos, la mayoría de ellos jóvenes. Debería ser esta la hora de marcar un alto y asumir que, en lo fundamental, con la población y su entorno no la hemos hecho bien y que estamos a la vuelta de la esquina de un fallo catastrófico. Habrá que ver si los efluvios de la Montaña Mágica llevan a los gobernantes a elevar y ampliar la mirada, sin desviarla de nuestra propia y dura circunstancia.