Ricardo Becerra
La Crónica
22/02/2015
El nuestro es un país en el que, según el Informe sobre las desapariciones forzadas de la ONU, han coagulado “organizaciones violentas, atemorizantes, comparables por su crueldad a Boko Haram y al Estado Islámico”. Esa red criminal ofreció -hace sólo cinco meses- un espectáculo cercano al de un campo de exterminio, que causó una ola de estremecimiento mundial.
Ese país, además, desde mediados de 2012, ha entrado en una nueva etapa de decaimiento económico. Los dos años del presente gobierno arrojan un 1.6 por ciento de crecimiento promedio del PIB. Estancamiento neto. Después de la crisis de 2009, hemos protagonizado el tirón desigualador más agudo de todos los países de la OCDE y de toda América Latina. Los salarios siguen su declive histórico. El petróleo también cae, a la mitad de su precio, y ya provocó que la inversión pública se precipite a un nivel cercano al de los años cuarenta.
Según las encuestas, la presencia mental de la corrupción y la inseguridad se ha cuadruplicado en los últimos doce meses. El Ejército, nuestro ejército, ha sido seriamente cuestionado ya no sólo dentro, sino en el exterior. Vivimos una crisis de autoridad que ha engendrado la primera desafección social real a la fórmula democrática. Lo que no logró el levantamiento zapatista ni las crisis económicas de 1994 y 2009, cristalizó ya, en el primer contingente actuante que se propone explícitamente cancelar las elecciones. Uno de nuestros acuerdos seculares se pone en cuestión, por organizaciones airadas que aprovechan el pasmo y los muchos fallos del Estado.
Pues bien: éste es el escenario, el México que está allí con sólo alzar la vista, y sin embargo, no parece ser el que mira y tiene en la cabeza nuestra clase dirigente. ¿No es una situación lo bastante grave como para multiplicar la seriedad y la responsabilidad con la que se toman las decisiones? ¿No tendríamos que esperar la mejor política, echar mano de las figuras más respetables y tomar las medidas más escrupulosas?
En su lugar tenemos grilla de baja laya, atrincheramiento, cultura del agandalle, como decía Carlos Pereyra. Intervención de funcionarios cercanísimos al Presidente, cabildeando ostensiblemente para colocar obstáculos en la nueva ley general de transparencia. En diciembre, un grupo de Senadores -de plano- evitaron la votación para liberar el salario mínimo, echando mano de un recurso filibustero: correr hacia afuera para romper el quórum.
El ejecutivo, que debería sentirse obligado a fortalecer la calidad y la independencia del poder judicial, en cambio, envía a uno de sus más cercanos como candidato a la Suprema Corte. De madrugada, a paso veloz y sin mayor explicación, el Tribunal Electoral sesiona para resolver una de las controversias más agrias del pasado proceso electoral. Siete partidos políticos se retiran del Consejo General del INE y acusan a mansalva, ante la insólita solicitud de bloque, para no discutir –sí— no discutir, dos asuntos para los cuales estaban convocados. Uno de los pocos procesos de solución –el electoral— ahora se ensombrece. En tanto, el Partido Verde corre en desacato, el modelo de comunicación electoral exaspera por su reiteración y falta de ideas.
La política excepcional, requerida para una circunstancia aciaga y excepcional, no aparece, mientras la grilla vieja y zafia se enseñorea y determina el ambiente. No hay conversación, iniciativas, personalidades implicadas en la construcción de soluciones. Fachadas y eventos que quieren aparentar normalidad, mientras la crítica internacional llueve sobre México. Nadie convoca, no hay programa mínimo de remodelación y los grandes movimientos tampoco producen propuestas ni organización.
Lentamente, salimos del pasmo, de un shock debido a una cruel matanza de estudiantes, perpetrada por bandas que siguen allí afuera, desafiantes, pero para volver al mismo punto político, institucional y moral.
Malos, estos días.