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El debate público

El peligro de quedarnos mudos

Rolando Cordera Campos

La Jornada

11/12/2022

A muchos nos parece una afición retórica un tanto grosera la del Presidente, una frivolidad igualmente gruesa, pero no queda otra que aprender a aguantarse. El Presidente quiere que la suya sea una marca indeleble, ser recordado por esa manera de imponer, o de arrebatar, la llamada agenda pública. Disonancias en la franja central del intercambio público por las que probablemente vivamos o vayamos a vivir una época de mutismo abrumador que, contra las apariencias, recorre todo el edificio del poder presidencial, sin dejar de contagiar otros corredores donde debería estar gestándose un auténtico poder alterno, a la vez que cooperativo, en los órganos colegiados representativos del Estado.

El hecho es que, auspiciado por la Presidencia y magnificado por los otros actores políticos, se impone un coloquio carente del mínimo sentido político, cada vez más más alejado de los grandes temas que conforman el corazón mismo del Estado, sus agencias y órganos, y desde luego de los partidos políticos.

No es precisamente que lo imperante sea el silencio, sino un atroz griterío que impide cualquier tipo de escucha razonada, inteligente. Los entuertos de la reforma electoral son expresivos de lo anterior, pero el fenómeno no requiere de acontecimientos estelares para desplegarse y sofocar el diálogo.

Se trate de información de Inegi sobre el desempeño económico o su traducción a una cuestión social abrumada por la pobreza masiva, o bien una muestra más del desparpajo como forma preferida de hacer política exterior, o de postular el compromiso del gobierno con la protección de la biodiversidad, el resultado no varía: afirmaciones sin ningún sustento de parte del gobierno y su jefe o bien, toque a retiro para los pelotones de una oposición que va de frustración en frustración y, en esa medida, prefiere optar por el sigilo.

La tregua no dicha para el 24 y sus secuelas puede ser una apuesta suicida para las oposiciones y para los contingentes del gobierno que, con todo, se sienten todavía comprometidos con la democracia representativa, sus postulados y restricciones. Entre hoy y esas fechas, median largos meses que en un ambiente vacío de discurso y reflexión no pueden sino prosperar los peores espíritus. Los súper ricos parecen contentos y alguien dirá que satisfechos, pero en el grueso del empresariado y en buena medida del capital que puede moverse y asignarse no puede haber sino incomodidades e inseguridades galopantes.

Los varios asuntos urgentes, como las amenazas del cambio climático y el creciente y persistente deterioro del entorno ambiental, resultado puntual de nuestros desatinos, abusos y omisiones, no pueden seguir esperando más su atención puntual. Y lo mismo hay que decir sobre lo más cercano a nuestra propia existencia. El desperdicio de niños y jóvenes a los que se ha despojado de perspectivas es creciente, que ni las peculiares autoridades educativas pueden ocultarlo.

La forma en que las capacidades y los organismos sufren permanentemente los efectos de la pobreza humana y de su entorno, puede ser intuida y hasta imaginada, pero sólo experimentada por quienes la sufren.

Lo que ya habría que reconocer es que estamos ante la más grande ola de miseria y servidumbre humana de que se tenga recuerdo. Y es precisamente de ésta y memorias similares que podrían surgir crueles lecciones, porque sistemáticamente hemos negado la política y en vez de optar por el diálogo, a veces sinuoso y complicado, nos hemos rendido ante la ocurrente estridencia, la peor de las maneras de sofocar a la política; no se diga a la política democrática.