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El debate público

El preso número uno

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

13/07/2015

 

Ante la nueva evasión de Joaquín Guzmán Loera, hay numerosas preguntas, pero sobre todo una incómoda e inevitable certeza.
La fuga solamente puede explicarse debido a la incompetencia y la corrupción.

Primero, sorpresa, estupor, incredulidad. Luego, vergüenza y pesimismo. Más tarde indignación, reproche y exigencia. Esas son las tres fases que hemos transitado en las horas recientes, desde que se supo que el delincuente más relevante del país se fugó de la cárcel por segunda vez.
Ante la nueva evasión de Joaquín Guzmán Loera, hay numerosas preguntas, pero sobre todo una incómoda e inevitable certeza. La fuga solamente puede explicarse debido a la incompetencia y la corrupción. Hoy no sabemos en qué niveles de la administración pública ni de qué manera se encuentran extendidas tales conductas, pero la imprevisión, el descuido y la improvisación se combinaron con la capacidad de ese narcotraficante para corromper o intimidar a quienes fueron cómplices de su huida.
Evidentemente, aunque hace pocos meses decía lo contrario, el gobierno federal no fue capaz de desarticular las redes de poder financiero y operativo de ese criminal. El Chapo Guzmán siguió disponiendo de dinero, infraestructura y secuaces fuera del penal. Las autoridades carcelarias, cuyos desatinos tendrían que haber sido advertidos por la cúpula del gobierno federal, permitieron, por omisión o por acción, que Guzmán fraguara su segunda fuga.
La propensión de Guzmán para corromper o amedrentar a custodios y funcionarios carcelarios era conocida desde la vez anterior que estuvo preso. Después de permanecer casi dos años en Almoloya fue trasladado a Puente Grande, de donde se fugó el 19 de enero de 2001. Luego se confirmaría que las complicidades que lo beneficiaban en ese penal jalisciense llegaban a todos los niveles. Así, 71 empleados de Puente Grande fueron consignados por complicidad con aquella fuga. Entre ellos estaba el director del penal, Leonardo Beltrán Santana, que permaneció preso nueve. Si hubo alguna previsión del actual gobierno federal para que esa costumbre corruptora no se repitiera en Almoloya, es claro que no funcionó.
También hubo negligencia para vigilar las inmediaciones del penal sabiendo que Guzmán y su grupo tienen especial propensión por la construcción de túneles. Al Chapo, como escribió Héctor de Mauleón en Nexos de agosto de 2010: “La DEA lo consideraba pionero en la construcción de narcotúneles: uno de ellos, de 450 metros de longitud, habilitado con rieles, luz eléctrica y sistema de ventilación, era empleado para introducir drogas en San Diego y sacar dinero en efectivo del país”.
En febrero del año pasado, cuando fue aprehendido en Mazatlán, se informó que había sido muy difícil atrapar a ese delincuente porque se escondía en casas interconectadas con túneles que desembocaban en el drenaje.
Pero esa habilidad para hacer túneles no parece haber suscitado providencias, al menos suficientes, por parte de los responsables del resguardo de criminales como Guzmán. Se conformaron con recluirlo en un penal considerado como de alta seguridad y cuyas especificaciones, como ahora sabemos, no cumplen del todo con ese atributo. No se necesita ser especialista en ingeniería carcelaria para suponer que el piso de un penal en esas condiciones tendría que estar reforzado con una gruesa plancha de concreto. Y que para romperla, se tendría que utilizar equipo pesado y especializado que, además de ser aparatoso, produce un estruendo inocultable.
Por eso es patéticamente anticipatoria la frase del presidente Enrique Peña Nieto cuando, en febrero de 2014, le dijo al periodista León Krauze, de Univisión, que “sería imperdonable” que Guzmán volviera a escapar. Tenía toda la razón el Presidente de la República. Es imperdonable y esa responsabilidad lo involucra a él mismo.
El desprestigio que debido a ese acontecimiento padece hoy el gobierno mexicano es proporcional al rebumbio con el que hace menos de 17 meses proclamaba la captura de El Chapo Guzmán. Con razón, aunque también con exagerados autoelogios, Peña Nieto y otros funcionarios se ufanaron de esa aprehensión. Tener a ese bandido tras las rejas era tan importante para el gobierno, y para el país, que por ello resulta más sorprendente la incuria que ha permitido la nueva evasión.
Como se trata, precisamente, de un hecho imperdonable, el presidente Peña está obligado a tomar decisiones drásticas porque la indolencia (no queremos escribir complicidad) que propició esa evasión ha sido una amenaza a la seguridad nacional.
Llama la atención, por cierto, que entre los demasiados funcionarios públicos que fueron a la visita presidencial a Francia se encontrara el secretario de Gobernación. Miguel Ángel Osorio Chong debió regresar de París a toda prisa, pero ¿no debía haber permanecido en México, como responsable que es de los asuntos internos, durante la ausencia del Presidente?
Además del jet lag, Osorio padece hoy una insoslayable exigencia social como principal encargado que es de la seguridad pública y especialmente de los reclusorios federales. En muchos otros países una falla como la que ha permitido la fuga del Chapo tiene como consecuencia la dimisión de los funcionarios responsables. Aquí, está por verse de qué manera cumple el presidente Peña su palabra cuando dijo, sin suponer que sería confrontado con ese dicho, que una nueva evasión de ese delincuente “sería imperdonable”.
Con ese episodio, el Estado manifiesta una lamentable y costosa debilidad. No solamente el presidente Peña y su gobierno quedan en entredicho. Se trata de un tropiezo del sistema de justicia de nuestro país que ha permitido que el criminal más notorio eluda nuevamente el cumplimiento de la ley.
Ese resbalón es institucional y será histórico. Por lo pronto, es esencialmente simbólico. De la misma manera que la aprehensión de Guzmán el año pasado fue un triunfo innegable para el Estado y especialmente para el gobierno, su evasión les pega de lleno. De la misma forma que hace menos de año y medio la captura de ese delincuente golpeó al narcotráfico, la nueva huida es un triunfo, ojalá por breve tiempo, del crimen organizado.
Ante esa expresión de debilidad institucional, es muy importante no caer en la tentación de vitorear al personaje que al escapar de la prisión de alta seguridad se burla del gobierno y la justicia. El Chapo Guzmán es un criminal: se trata de un asesino responsable de numerosos asesinatos y que se ha enriquecido emponzoñando con estupefacientes a millones de personas, la mayoría jóvenes, en México y otros países. Nada sería peor que enaltecerlo porque ha puesto en ridículo al gobierno y al Presidente.
Pero tampoco es posible soslayar la enorme irresponsabilidad del gobierno. Tenían preso al delincuente más destacado, al más buscado, al número uno y no lo cuidaron. Qué imprevisión. Qué descuido. Qué vergüenza.