Categorías
El debate público

Hacia un Estado Democrático y Social

José Woldenberg

Nexos

03/02/2015

En materia democrática y en el ejercicio de las libertades el país ha avanzado y mucho. Pero en la misión de construir una sociedad más equitativa, nada o casi nada. Eso no solo multiplica las patologías aunadas a la desigualdad social, sino tiende a debilitar lo poco o lo mucho que se ha edificado en términos de una convivencia/competencia pluralista.

Por ello, reflexionar sobre los abrumadores déficits en la materia y sobre la necesidad de construir un Estado con vocación social parece no solo pertinente sino obligado. Tiene razón Luis F. Aguilar cuando inicia su prólogo diciendo que “la creación eminente del siglo XX ha sido el Estado social”, “la respuesta institucional, democrática y civilizatoria a la cuestión social”. Se trató de “un nuevo orden”, “cimiento de la prosperidad, la seguridad y el bienestar sostenido”. Fue una tercera opción, que tomó “distancia de la indiferencia normativa y política del Estado liberal”, pero también del “Estado socialista autoritario o totalitario” que suprimió todas las libertades.

Su momento estelar puede situarse en Europa entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y los últimos años setenta, en los que la llamada revolución neoliberal, para enfrentar los déficits generados por el “modelo”, empezó a desmantelar mucho de lo construido. Privatizaciones, desregulación, combate a los sindicatos y a los contratos colectivos de trabajo, fueron banderas derivadas de la idea de que el Estado y sus facultades compensatorias, normativas, económicas, eran parte del problema y de que el mercado sería una fórmula eficiente para poner “las cosas en su lugar”.

Cierto como apunta el mismo Luis F. Aguilar que la “viabilidad” del Estado social fue puesta en la picota y que ello coadyuvó al gran viraje. Pero luego de la crisis financiera global del 2008, el tema central no debería ser ese, sino cómo hacerlo viable. Resulta un imperativo no sólo ético sino político hacer frente al océano de desigualdades que generó el desvío hacia la derecha y a su catarata de problemas. Porque solo construyendo un piso que atienda las necesidades materiales y culturales de las personas seremos capaces de edificar un basamento para una convivencia medianamente razonable. Lo dice mejor Luis F. Aguilar: “La reactivación de la validez y la eficacia del Estado social es fundamental para poder realizar el ideal racional de vivir en una sociedad humana incluyente e integrada, capaz de ofrecer solidaridad, protección y justicia frente a los hechos de pobreza, vulnerabilidad, iniquidad y abandono”.

Para México el asunto es dramático. Y la información que proporciona Gonzalo Hernández Licona resulta pertinente e inescapable (“Crecimiento económico, desigualdad y pobreza en México”). Me parece que es un muy buen punto de partida. Se trata de las cifras producidas por el CONEVAL.

México tiene un ingreso per cápita que se puede situar entre Turquía, Costa Rica y Siria (un poco más arriba) y Colombia, Perú y Sudáfrica (un poco más abajo). En los años 50 México, Corea del Sur, Japón, Hong Kong y Singapur tenían un PIB per cápita similar. Sesenta años después, “en Singapur y Hong Kong una familia promedio percibe casi cuatro veces más ingresos que una mexicana, y en Corea del Sur la diferencia es casi el triple”.

La explicación de ese “rezago” es el muy diferente crecimiento económico. “Mientras que en 62 años el crecimiento promedio del PIB per cápita en México fue de 2.0 por ciento, éste alcanzó 5.5, 4.4 y 4.5 por ciento en Corea del Sur, Singapur y Hong Kong”. Y en los últimos treinta años, de 1982 en adelante, “el crecimiento económico –de nuestro país- fue prácticamente nulo”. Lo que resulta más disruptivo porque cada año se incorporan cientos de miles de personas al mercado laboral en donde no encuentran un trabajo formal. “Se estima que de 1996 a 2010 el promedio anual de empleos formales generados fue solo de 361 mil”, mientras que se incorporaban entre 1.1 y 1.2 millones de personas cada año. Sobra decir por qué la informalidad creció de manera multiplicada y expansiva.

Se trata de un desperdicio grave del llamado bono demográfico que de manera tan clara explica Manuel Ordorica (“La población en México en el siglo XXI”). Dicho bono consiste en que en los años que corren y hasta el año 2030, el país contará con muchas más personas en edades activas que inactivas, es decir, que la proporción de hombres y mujeres en edad de trabajar será mucho mayor que la de dependientes económicos. Según las cifras de Ordorica por cada 100 personas activas –entre 15 y 65 años-, menos de 50 en edades inactivas –de menos de 15 y más de 65 años-. Pero esa oportunidad se nos está desvaneciendo en las manos y en el futuro aparece una realidad compleja: una proporción menor de personas en edades activas que inactivas, o para decirlo de manera más contundente, un mundo de viejos pobres sin su correlato de jóvenes trabajadores.

Vuelvo al texto de Hernández Licona. Pero el crecimiento precario o estancamiento de la economía es aún más preocupante dada la añeja desigualdad que tiñe nuestras relaciones sociales. Ya sabemos que somos más desiguales que Suecia o Estados Unidos, pero también resultan menos desiguales que México, Ucrania, Etiopía, Vietnam, Nigeria o Kenia. En 2010, mientras el 10 por ciento de los hogares más pobres recibían solo el 1.8 por ciento del ingreso total, el 10 por ciento de las familias más ricas recibía el 34 por ciento del mismo. Y esa desigualdad parece inamovible a lo largo de los años. (Se puede ver la información en el texto multicitado).

De tal suerte que si la estrategia económica no está dando resultados y los beneficios en términos de cohesión social son (casi) inexistentes, parece necesario repensar la ruta por la cual se enfila el país. En ese sentido, Rolando Cordera Campos (“El Estado social en México: debilidades y viabilidades”), hace un llamado a repensar el papel del Estado -hoy, una “institución anémica, incapaz de actuar como elemento regulador del conflicto social y redistribuidor de la riqueza y el ingreso”, como uno de los desenlaces de la “revolución neoliberal”-, para convertirlo en palanca de desarrollo y redistribución social.

Cordera recupera la historia de ese Estado que pudo, de los años treinta hasta los primeros ochenta, fomentar el crecimiento económico y fórmulas de inclusión social, sobre todo a la luz de la “historia negra” que se construyó para diseñar el nuevo paradigma. Pero sobre todo –insiste- en retomar el mandato constitucional que pone en pie un Estado social de derechos que topa con sus propias capacidades disminuidas para intervenir y sobre todo con lo que ha sido una falla estructural añeja: la debilidad fiscal del propio Estado.

En esa dirección resulta más que sugerente el artículo de Horacio Enrique Sobarzo (“Posibilidades de reforma fiscal en países en desarrollo”) que apuntala una discusión para lograr no solo una mayor captación de recursos que fortalezcan las finanzas públicas, sino que además tenga un impacto redistributivo dadas las abismales desigualdades que cruzan a nuestro país.

El autor parte de reconocer la realidad en la materia: la recaudación tributaria se ha mantenido prácticamente estancada en las últimas tres décadas y alrededor de un tercio de los ingresos federales provienen de las exportaciones petroleras. Por ello, traza algunas ideas que podrían redefinir la política fiscal y de gasto público. (Me) llama la atención una propuesta en particular: “una reforma fiscal que financie un sistema de seguridad social universal”, lo cual tendría efectos más que nobles en términos de equidad y además “estos ingresos adicionales no estarían supeditados a las inercias históricas”.

Si mal no entiendo se trataría de una política específica tendiente a construir uno de los pilares de toda sociedad que se precie de atender los derechos fundamentales con un esfuerzo tributario destinado a una finalidad estratégica. Sería además un intento por romper un opresivo círculo vicioso, porque dice Sobarzo: “los países con grandes desigualdades obstaculizan la capacidad para recaudar, lo que con frecuencia se traduce en gobiernos más pequeños con menor capacidad para incidir en una mejor distribución del ingreso”.

Es una reforma que sin embargo topa no solo con intereses fuertemente enquistados en los propios circuitos de la política y la economía, sino además con la exigencia –y en ocasiones coartada- de que es imprescindible primero limpiar al gasto público de corrupciones e ineficiencias. Y en efecto, en ese terreno, como en muchos otros, se tendrá que actuar atendiendo dos flancos de una misma moneda: la recaudación que debe ser progresiva y el gasto –transparente- que debe servir para atemperar por lo menos las inequidades sociales.

No son todos los artículos que contiene el libro. Pero el hilo conductor del mismo no es otro que el de la obligación moral y política de pensar en un rumbo nuevo para el país. Una ruta que permita combinar los dos grandes valores que puso en acto la modernidad: igualdad y libertad. Porque ya sabemos o deberíamos saber, que optar por uno solo de ellos conduce a extremos indeseables: sociedades parecidas a campos de concentración o sociedades donde unos cuantos concentran el bienestar y la riqueza.

México vive una situación tensa, cargada de preocupantes presagios y un rosario de crisis combinadas. Es imprescindible delinear un futuro incluyente, que genere cohesión social y una esperanza compartida.