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El debate público

La difícil costumbre de rendir cuentas

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

07/01/2016

El editorial del New York Times es lapidario: Peña Nieto comenzó su gobierno como el gran reformador, pero llega a la mitad de su mandato como un Presidente que sistemáticamente ha eludido rendir cuentas. La lista de asuntos que el periódico neoyorkino cita como ejemplos de la renuencia presidencial al escrutinio de sus actos es muy conocida: la compra de la casa de su esposa con un crédito blandito de un consorcio beneficiado con contratos de su administración tanto en el Estado de México como en el Gobierno federal, la fuga del Chapo y la “verdad histórica” sobre la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa destazada por los Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

La nota del NYT le cuestiona al Presidente el nombramiento de un valido al frente de la oficina encargada de investigar el asunto de la casa y con sorna señala que nadie se llamó a sorpresa cuando éste no encontró nada irregular en la operación. También se refiere al escepticismo generalizado respecto a la versión oficial del gran escape, sobre todo porque es la segunda vez que el personaje sale campante de una prisión de alta seguridad. La negativa gubernamental para que el grupo de expertos de la CIDH entreviste a los militares en servicio en las inmediaciones de Iguala el día de los asesinatos y las desapariciones de los normalistas abona al escepticismo social, remata el artículo.

Que la mesa editorial de un periódico tan influyente como el NYT se refiera así al gobierno de Peña Nieto tiene, sin duda, repercusiones en la percepción de lo que ocurre aquí entre los inversores que recelan de traer su dinero a una economía tan politizada y con una gestión opaca, donde las relaciones de protección se establecen de manera personalizada y a cambio de favores mutuos. Los esfuerzos del gobierno por generar una imagen de México como parte de Norteamérica y no de Latinoamérica quedan completamente opacados por la exhibición de las maneras tradicionales de hacer las cosas de los políticos mexicanos, tan similares a las de los brasileños o los argentinos cuando de medrar con sus cargos se trata, lejos, muy lejos de la forma de operar de la cosa pública en Canadá, por ejemplo.

Y no es que en aquellas latitudes no exista corrupción o tráfico de influencias, porque de que las hay, las hay; sin embargo, se trata de prácticas acotadas, con mucho mayor escrutinio público, que cuando se conocen tiene consecuencias, ya sea judiciales o políticas. Incluso en Brasil, históricamente tan patrimonialista como México, el destape de los escándalos de corrupción recientes ha conducido a una crisis política de grandes proporciones y tiene en vilo a la presidente, mientras que aquí Peña ha apostado con relativo éxito a echar arena —como los gatos— sobre sus heces, para evitar que el hedor se vuelva insoportable y se reavive la indignación por sus corruptelas y por la inveterada falta de eficacia de un Estado al servicio de intereses particulares, incapaz de garantizar seguridad y derechos a la población en general.

El editorial del NYT se quedó muy corto. Si bien los casos citados han causado especial escozor en la opinión pública, la falta de rendición de cuentas y la actuación arbitraria del Estado, renuente a operar con estricto respeto a la legalidad y proclive a ser usado como instrumento de protección de intereses estrechos, atraviesa toda la gestión pública del país. No existe un solo Gobernador que pase la prueba de una gestión capaz de ofrecer cuentas claras sobre sus resultados de gobierno. Por todos los rincones de la República se multiplican los subterfugios para no cumplir con las normas de transparencia, para ocultar contratos, para no justificar políticas y actos. Incluso se quedó corta la nota en lo que a casos paradigmáticos se refiere, pues las actuaciones de las fuerzas de seguridad del Estado en la guerra contra el crimen organizado dejan mucho que desear en cuanto a apego a la ley y sólo han sido la presión mediática y la intervención de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos las que las han obligado a rendir cuentas de sus violaciones flagrantes  a los derechos humanos y de sus abusos de autoridad. El Ejército ha sido especialmente renuente a exponer al escrutinio público su proceder.

Este año deberá desarrollarse toda la legislación secundaria del Sistema Nacional Anticorrupción, insertado apenas en la Constitución. Las nuevas reglas pueden ser un arma de doble filo: es posible que reduzcan los márgenes de discrecionalidad de los gestores públicos y establezcan prácticas renovadas que promuevan la rendición de cuentas y limiten la utilización privada del Estado, pero también es probable, como históricamente ha ocurrido en México, que se desarrollen nuevas formas de simulación y de cumplimiento aparente de las nuevas normas, al tiempo que la maraña de requisitos entorpezca aún más la eficiencia de un Estado proverbialmente ineficaz.

La legislación derivada de las reformas constitucionales sobre corrupción puede no servir de nada si no cambian las rutinas institucionales del Estado mexicano. En primer lugar, mientras el sistema de incentivos de los funcionarios siga siendo político, basado en la disciplina y la lealtad al jefe de la camarilla y no se transforme en un sistema meritocrático donde el ingreso, la promoción y la permanencia dependan de los conocimientos y el desempeño, no de la fidelidad a una red de clientelas, seguirán imperando las visiones de corto plazo y las redes de complicidad en la burocracia mexicana.

Peña Nieto y sus subordinados no han hecho otra cosa que comportarse como tradicionalmente se han comportado los políticos y los burócratas en este país. Sin embargo, si México quiere finalmente integrarse en Norteamérica y aprovechar las ventajas de pertenecer a un mercado complejo, con reglas claras e impersonales, deberá generar nuevas rutinas en la manera de gestionar lo público: esa difícil costumbre de rendir cuentas.