Jacqueline Peschard
El Universal
23/02/2015
La ética de la responsabilidad de la que hablara Max Weber, para referirse a los móviles que deben de guiar la conducta de los gobernantes, pone el énfasis en los resultados y, es con base en ellos, que los ciudadanos los valoran y califican. Puede ser que los políticos tengan muy buenas intenciones, pero si al final no alcanzan los objetivos que ofrecieron o que se requieren, la opinión de la población será negativa.
La ética de la responsabilidad también aplica a los legisladores y las leyes y decretos que aprueban son evaluados por la población a partir de sus contenidos específicos y no desde sus buenos propósitos o inclinaciones; el reconocimiento será para los resultados que se obtengan, no para las convicciones que los motivaron. Esta será la evaluación que merezca el proceso de elaboración de la Ley General de Transparencia que ha estado discutiéndose en el Senado desde el año pasado.
La reforma constitucional de transparencia de febrero de 2014 significó un avance sustantivo en el ejercicio del derecho de acceso a la información e instruyó al legislador federal para que promulgara una ley general de transparencia con los principios, bases y procedimientos que deben observar todas las leyes secundarias en la materia.
La Ley General de Transparencia es relevante por dos grandes razones: 1) porque debe dictar los estándares básicos para uniformar todas las leyes específicas en los ámbitos federal, estatal y del DF, para que el derecho de acceso a la información sea consistente y parejo en todo el país y 2) porque debe aterrizar en reglas y procedimientos concretos los principios de la Constitución. Es decir, debe precisar disposiciones y acatar el mandato constitucional.
A pesar de que las Comisiones del Senado resolvieron discutir y redactar la iniciativa de dicha ley general con organizaciones sociales, con una clara voluntad de atender las opiniones de ciudadanos expertos, y que la iniciativa consensuada estuvo lista desde noviembre pasado, la aprobación del dictamen se frenó. De un proceso de deliberación abierto, se pasó a uno cerrado que intenta dar marcha atrás en asuntos esenciales para cumplir con el texto de la reforma constitucional.
La red de las organizaciones sociales ha señalado ocho preocupaciones sobre el dictamen que se ha elaborado en la opacidad y quiero poner énfasis en dos de ellas. Se pretende agregar un artículo 208 para sancionar a funcionarios de organismos garantes, como el IFAI, por revelar información que pueda «generar daños» a los sujetos obligados. Este artículo tan impreciso es un golpe bajo a la apertura porque va a intimidar a los comisionados que deben interpretar la ley a favor de la «máxima publicidad» (Art. 6 constitucional). Eso no implica que los funcionarios de transparencia, al igual que cualquier otro servidor público, no estén obligados a cumplir con sus funciones y a ser sancionados en caso contrario, lo que es inadmisible es el agregado tan genérico y contrario a la letra de la Constitución.
El dictamen oculto quiere eliminar la obligación constitucional de documentar todos los actos de las autoridades, lo cual es una necesidad ineludible de una gestión responsable, cuyas decisiones deben estar abiertas a la población. No documentar las decisiones es abrir la puerta de la arbitrariedad de los gobernantes, fomentando su impunidad, porque impide rastrear las decisiones públicas para tener pruebas sobre responsabilidades concretas de los funcionarios. Sólo con la obligación de documentar las funciones y facultades cobra sentido el derecho de acceso a documentos públicos.
Si este dictamen oculto prospera, de nada habrán valido más de 200 horas de interlocución en el Senado con las organizaciones sociales, porque el resultado será un dictamen regresivo en transparencia.