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El debate público

La tarea primaria del Estado

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

17/09/2015

La existencia misma del Estado se justifica por su capacidad de reducir la violencia y garantizar la vida y la propiedad de los habitantes del territorio que controla. Es precisamente su ventaja sobre todos los demás grupos que pretenden usar la fuerza para imponer sus intereses, lo que convierte a la organización estatal en una garantía para el crecimiento económico y la convivencia pacífica de la sociedad, lo que justifica su existencia y la dota de legitimidad, de aceptación colectiva.

            Esta descripción básica, lección elemental de Ciencia Política, debe ser recordada una y otra vez en México porque el Estado mexicano cumple hoy esa tarea primaria de manera deficiente y en muchas zonas del país se enfrenta a competidores capaces de retar su capacidad de control territorial y le disputan el monopolio del cobro de impuestos a cambio de protección. Ahí donde una banda de bandidos es capaz de reclamar derecho de piso o de extorsionar a quienes producen riqueza de alguna forma a cambio de respetar sus vidas o sus propiedades, el Estado ha dejado de cumplir con su obligación elemental. Si el robo y la chantaje son recurrentes y quienes los cometen salen indemnes, el Estado está fallando, aunque no sea del todo fallido.

             La circunstancia actual del Estado mexicano, retado en su control centralizado de la fuerza por diversas organizaciones criminales en diferentes regiones del país, es producto tanto de un proceso inacabado de transición de un orden social de acceso limitado a uno de acceso abierto, como del crecimiento desmedido de otras organizaciones con suficiente capacidad de ejercer violencia para competir, aunque sea de manera limitada, con él.

Por una parte, la apertura relativa del ingreso a la competencia por el control político provocó la ruptura de los pactos de control rentista en los que se basó la estabilidad durante la época clásica del régimen del PRI, mientras que por la otra, la malhadada prohibición de las drogas creó un mercado clandestino lo suficientemente jugoso como para permitir la acumulación originaria a organizaciones especializadas en sacar ventaja de la demanda de psicotrópicos en los Estados Unidos; parte importante de las ganancias las invirtieron en armamento con el cual enfrentar al Estado cuando éste les declaró la guerra , mientras que las condiciones de marginación y pobreza de vastas zonas del país fueron un buen campo para el reclutamiento de ejércitos lo suficientemente extendidos como para resistir el embate estatal y llenar los vacíos de control territorial que la ruptura de los pactos rentistas fue dejando.

Me explico: el régimen del PRI en su época clásica representó la forma madura de un Estado natural: los diversos grupos que integraban a la coalición de poder se respetaban mutuamente sus espacios de extracción de rentas, en un arreglo en el que la legalidad era sólo un referente para la venta de protecciones particulares por parte de quienes ocupaban de manera monopólica la estructura de la organización estatal. Las reglas del juego establecían los límites temporales y geográficos del dominio de cada persona o grupo y cuando había disputas entre ellos, el arbitraje presidencial las resolvía. En ese arreglo, toda actividad económica, legal o ilegal, requería del patrocinio político. Los mercados clandestinos funcionaban, lo mismo que los formales, bajo la protección de los funcionarios de distintos órdenes que les ofrecían su patronazgo.

Aquel arreglo mantenía su equilibrio precisamente porque el PRI le servía a todos como manto invisible que regulaba su circulación y su disciplina. La apertura de la competencia política en el ámbito local, limitada por el pacto de 1996 a los tres grandes partidos que acordaron las nuevas reglas de oligopolio, comenzó a requerir de una mayor claridad en las reglas de ejercicio del poder y resquebrajó la opacidad de la distribución clientelista de protección. Sin embargo, el Estado mexicano no cuenta con la fortaleza organizativa necesaria para sustituir el equilibrio basado en la venta privada de protecciones y privilegios por uno sustentado en reglas impersonales y abstractas que obliguen al cumplimiento de la ley sin negociaciones.

Si a ello se le suma el fortalecimiento de los grupos de bandidos que compiten por el control territorial en los espacios dejados por el debilitamiento del pacto clientelista, la opción que queda es el despliegue abierto de la fuerza estatal para recuperar el campo perdido. Pero cuando la violencia estatal se descarna y deja de ser un mero referente simbólico para el mantenimiento del orden, la guerra se abre paso, con su cauda de destrucción, sufrimiento y violación de derechos fundamentales de las personas.

La salida hoy para México no puede ser la recuperación del equilibrio clientelista de reducción de la violencia. Sólo con un fuerte arraigo del orden jurídico, eficientemente ejecutado por cuerpos de policías, fiscales y jueces profesionales y permanentemente evaluados por la sociedad, funcionarios públicos que ingresen y se promuevan por la evaluación de su mérito y no por palancas o dedazos, junto con unas fuerzas armadas en sus cuarteles —dedicadas exclusivamente a garantizar el bienestar de la población en casos de emergencia y que sólo puedan usar la fuerza en última instancia, por estricto mandato presidencial, cuando se hayan suspendido las garantías por mandato del Congreso o se decrete estado de guerra— se podrá alcanzar una nueva legitimidad estatal que recupere la paz perdida.

Por eso resultan contradictorios los nombramientos en el campo de la seguridad hechos recientemente por el Presidente de la República. Por un lado, el nuevo Comisionado Nacional de Seguridad, Renato Sales Heredia, es un funcionario que entiende que la ley debe dejar de ser el inveterado mecanismo para la negociación y la venta de protecciones particulares y se debe convertir en el marco real de reglas del juego y que para ellos se debe profesionalizar en serio a sus ejecutores. Su primera tarea es terminar con la discrecionalidad en el uso de la violencia en la que han incurrido tanto las fuerzas armadas como las policías y ajustar su actuación a la ley y al respeto de los derechos humanos, para recuperar la legitimidad de su actuación y construir el respeto social a la ley. La prueba de fuego para su gestión será aclarar los casos, como el de Tanhuato o el de Apatzingán, donde existen dudas fundadas de un ejercicio de la violencia estatal no apegado al orden constitucional.

Pero enfrente está el nombramiento de Arturo Escobar, reminiscente de las formas tradicionales de complicidad política en las que se ha basado el pacto clientelista. En el reparto de espacios de poder entre los socios de coalición política, el puesto otorgado al sedicente líder verde parece más bien la concesión de una parcela de rentas para su explotación privada —dos mil millones de pesos son una tajada presupuestal apetecible— y no un compromiso con la construcción de un orden estatal que medianamente funcione con base en la ley.

Atrapados en la transición entre un tipo de orden y otro, a los mexicanos nos espera una todavía larga travesía por el desierto antes de alcanzar la paz y la protección universal de nuestros derechos y propiedades.