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El debate público

Medina, Aristegui, el escándalo semanal

Adolfo Sánchez Rebolledo

La Jornada

19/03/2015

 

Mientras los informes oficiales sobre el avance de las reformas estructurales prosiguen (Chauyffet, pasó el martes), sin el menor intento de resaltar los contextos críticos, articulándolos a una visión de conjunto, el país cotidiano enfrenta las decepcionantes expresiones de una realidad opaca, resistente al elogio, siempre huidiza, a veces peligrosa. La frágil confianza de la ciudadanía no se recupera con discursos en los medios cuando falta una genuina deliberación en torno a los grandes temas nacionales: hay, sí, un problema de comunicación, pero las causas de nuestros males están en otra parte, en la persistencia de las fallas estructurales que impiden el desarrollo y no se han querido afrontar, pese al reformismo oficialista y la nueva inserción en el mundo global. Sin duda hay percepciones distorsionadas en el aire, pero los temas duros como el de la violencia o la desigualdad no son invenciones, tampoco la corrupción o el estancamiento de la economía.

Da la sensación de que México vive un profundo desajuste que abarca el funcionamiento mismo del Estado, esa bestia negra de los que apostaron al mercado para fusionar política y dinero… amparándose en el uso privilegiado del poder. Padecemos el agotamiento de las instituciones, el arrastre lento de un modo de ser y actuar que se tapa con la ley sin respetar el derecho, evitando que la política nos ofrezca las propuestas alternativas o las argumentaciones coherentes requeridas para vislumbrar hacia dónde vamos.

Es difícil crear un circuito de genuino intercambio democrático cuando se demuestra que el poder, tan rigorista en las formas, es incapaz de escuchar otras voces que no comulgan con la tonada oficial, desnaturalizando así el sentido mismo de la pluralidad. La premisa es asegurar la preponderancia de ciertos intereses sin abandonar el inmediatismo, el compadrazgo, el viejo estilo, las formas que lo perpetúan aunque se tiñan de democracia. ¿Alguien explicará los motivos últimos del presidente Peña Nieto para sostener contra viento y marea a Medina Mora en la carrera a la Suprema Corte? ¿Es creíble que bajo la obcecación presidencial hubiere una razón de Estado o es algo más simple y peligrosamente trivial? El Presidente, como ya se ha dicho, perdió la oportunidad de aceptar que la crítica en un régimen democrático cumple funciones insustituibles y prefirió las viejas consejas autoritarias para impedir que el Senado cumpliera a cabalidad con su tarea de nombrar a un nuevo ministro sin intromisiones indebidas. La voluntad centralista se ejerce sobre la fragmentación del Estado, sobre su debilidad. La supuesta fuerza del Presidente no refleja la complejidad de la reconstrucción democrática sino la discrecionalidad ejercida en el marco institucional desarbolado, deficiente y, por lo mismo, poco confiable que marca el presente.

En este clima y dado el contexto, no extraña que el afán oficialista de convertir al Presidente en el eje de toda la vida pública le traiga, también, desagradables y acumulables sorpresas negativas. El despido de la periodista Carmen Aristegui de la empresa radiofónica MVS, precedido del desmantelamiento de su equipo de investigaciones especiales, aunque se origina formalmente en el ámbito de los asuntos privados entre un consorcio mediático y sus empleados, trasciende este espacio de manera inevitable y se convierte en asunto de interés público, dada la relevancia nacional del noticiario que condujo la informadora hasta el viernes de la semana pasada. El Presidente no pudo eludir la acusación de que en el fondo estaba el castigo por reportajes emitidos que lo involucraban directamente. Así, de la noche a la mañana, se abrió un nuevo frente. Como oportunamente señalo La Jornada en su editorial: con independencia de “… que el conflicto se haya originado en diferencias como las que aduce la empresa, el hecho es que el despido deriva en la cancelación de la libertad de expresión del equipo encabezado por Aristegui; en la pérdida, para MVS, de su principal activo periodístico; en la afectación del derecho a la información de una audiencia conformada por millones de personas, y en la clausura del único espacio libre y crítico que subsistía en el espectro de la radio y la televisión comerciales”.

Una vez más se demuestra la inoperancia (democrática) de un modelo de comunicación donde el verdadero sujeto de la libertad de expresión es el propietario de los medios, no los periodistas que llevan el peso de la investigación y difusión. Por las razones que sea, MVS decidió dar un zarpazo sacrificando las mayores audiencias con el fin de imponer unos lineamientos que, en los hechos, impiden que se mantenga la pluralidad informativa. Y esto no es irrelevante. Como ha dicho Raúl Trejo, reconocido especialista, Toda empresa privada, cuando se dedica a la comunicación, tiene derecho a tomar decisiones editoriales de carácter general. La más importante de ellas es la selección de sus conductores y el resto de los cuadros directivos. Contratar a un periodista para conducir un programa implica dejar a su cargo las decisiones sobre agenda, asuntos, enfoques y voces que incorporará a ese espacio. De otra manera, la empresa no estaría contratando a un periodista sino a un merolico, o a un muñeco de ventrílocuo. Es evidente que la crisis de MVS pone a prueba la capacidad de las empresas para obtener ganancias pero deja mucho que desear en cuanto a las necesidades del público, a la responsabilidad del Estado y a las posibilidades de romper la cadena de contenidos que tanto han contribuido a sembrar una visión adocenada y trivial sobre el país.

A Carmen Aristegui y a sus colaboradores, toda mi solidaridad.