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SECCIÓN ESPECIAL: TRUMP

Ponencia Dr. Fernando Escalante

Discurso presentado en el Encuentro «México ante la adversidad», organizado por el

Consejo Económico y Social de la Ciudad de México

17 enero 2017

Museo Memoria y Tolerancia, Ciudad de México

 

México y Estados Unidos: apuntes para una estrategia

 

Fernando Escalante Gonzalbo

 

Me parece importante, como punto de partida, subrayar que Donald Trump es una de las posibilidades del sistema político de los Estados Unidos. Es una perogrullada, ya lo sé, pero me sirve para poner de relieve dos cosas. La primera, que Donald Trump es una expresión concreta, particular, de algo que muy bien puede volver a suceder –tenemos que tener presente siempre esa posibilidad (como la de Andrew Jackson, James Polk, o Woodrow Wilson). La segunda cosa es que nuestra política exterior, nuestra política comercial, económica, cultural, de los últimos treinta años se definió sin contar con ello, como si no existiera esa posibilidad, y ese es el origen de la crisis actual.

               En una frase, Trump materializa la posibilidad de un gobierno norteamericano hostil a México. En este caso, además, con una hostilidad que no es accidental, ni utilitaria, una hostilidad que va mucho más allá del deseo de obtener ventajas abusivas en cualquier terreno. Y por lo tanto, es una hostilidad que no puede negociarse de ningún modo. La sociedad estadounidense, una parte de ella, representada por el presidente Trump, está dispuesta llegado el caso a pagar costos muy altos, sacrificar muchas cosas de su economía, de su modo de vida, con tal de hacer daño a México y a los mexicanos. No nos podemos llamar a engaño. Esa hostilidad se expresa mediante una retórica paranoica, que no atiende a razones. No obedece a un cálculo concreto de nada, y por lo tanto no es posible desmontarla ni con argumentos ni con datos de ninguna índole. México es para Trump un chivo expiatorio –en esa lógica se entiende perfectamente su discurso. México, y en particular los mexicanos en Estados Unidos, reúnen todas las características del “chivo expiatorio”: son una minoría, débil, vulnerable, bastante identificable, estigmatizada, en la que se pueden condensar muchos miedos sociales, y resentimientos.

               Es importante tener presente ese carácter de la vena anti-mexicana de los Estados Unidos, porque tenderá a recrudecerse cada vez que su gobierno padezca algún revés. Castigar a los mexicanos: perseguirlos, acosarlos, imponerles cargas, restricciones, será el recurso más inmediato, casi mecánico, ante cualquier fracaso en los años venideros. Y los argumentos, que ya circulan cuando se habla del tratado de libre comercio, el muro, la migración, los argumentos sobre los costos que tendría todo eso para los Estados Unidos no tienen ningún sentido. La estigmatización de los mexicanos, las agresiones a México, no responden a ningún propósito utilitario, sino a la dinámica cultural del chivo expiatorio. Tienen un valor simbólico. También importa tenerlo presente para dejar de lado los cálculos optimistas, la idea de que las peores atrocidades no llegarán a producirse porque son absurdas, inútiles, contraproducentes –no podemos contar con ello.

               No obstante, importa también tener muy presente que el presidente no es el único actor relevante en el sistema político estadounidense. No todos son iguales, y desde luego no todos siguen la misma lógica paranoica. Es algo que no tomamos en cuenta habitualmente por la triple tradición del centralismo, el presidencialismo, y el principio de no-intervención. La idea implícita de nuestro sentido común es que la política exterior, y la relación con Estados Unidos, es cosa del presidente, de los presidentes, cada uno como jefe del Estado. La verdad es que hay muchos otros actores a los que interesa un aspecto u otro de la relación con México, muchos que pueden ser aliados más o menos efímeros o duraderos, por toda clase de motivos, actores estatales y no estatales, federales y locales: congresistas, senadores, gobernadores, alcaldes, funcionarios, y organizaciones civiles, grupos empresariales, iglesias. Y con ellos también se mantiene, y se desarrolla, la relación bilateral. Es de momento un primer fundamento, por vacilante que sea, para un modesto optimismo.

               Insisto: no contábamos en absoluto con esa posibilidad. Ni siquiera la de una hostilidad más tibia. A pesar de que la relación ha tenido momentos bastante malos: 1846, 1914, 1938. El reflejo antiamericano de la mayor parte de nuestra historia había prácticamente desaparecido, y en el peor de los casos proyectaba la imagen de un imperio abusivo, pero fundamentalmente racional –que tenía a México como empleado. Los altibajos de la relación de explicaban con lo que Carlos Rico llamó la “paradoja del precipicio”, que era fundamentalmente optimista.

               Para incluir la posibilidad de un gobierno abiertamente hostil tenemos que cambiar no sólo algunas políticas, sino el marco de interpretación de nuestra relación con los Estados Unidos, y nuestra política exterior, para empezar. Y eso significa que tenemos que volver a definir el interés nacional. La expresión se ha vaciado a fuerza de abusos retóricos, pero tiene un sentido muy concreto. El interés nacional es el conjunto de circunstancias objetivas que son necesarias para la supervivencia de la sociedad, bajo una forma concreta. No es una declaración, sino que supone un acuerdo básico, en lo fundamental implícito, acerca de lo deseable, lo posible, lo inaceptable. Es mucho más que un pacto, se articula progresivamente mediante una serie de acuerdos, leyes, políticas, que suponen un interés compartido y una imagen del futuro.

               En los últimos 30 años hemos visto disolverse la vieja idea del interés nacional que se expresaba en el “nacionalismo revolucionario”: soberanía, no-intervención, economía mixta, etcétera. Se disolvió por varias razones. En primer lugar, por el descrédito de la retórica del nacionalismo revolucionario, y porque sus principios se fueron quedando sin contenido –sonaba a hueco. En segundo lugar, por el giro cultural “privatista”: la fantasía de la mano invisible, benéfica, que hace que lo más y lo mejor que puede hacerse por el bien común es que cada quien se ocupe de sus asuntos, mirando a su propio interés. En tercer lugar, por la inercia de un sistema político que favorece fuerzas centrífugas, y un sistema de opinión pública indigente, mal informado, sectario, que alimenta un antiestatismo primario.

               No es fácil contrarrestar nada de eso. Pero más nos vale hacernos cargo de que es así.

               En esas circunstancias, el interés nacional vino a quedar resumido en el único propósito de mantener una buena relación con los Estados Unidos –y una economía abierta (abierta hacia Estados Unidos). Esa ha sido desde los años ochenta la convicción inarticulada de las elites mexicanas. En la historia diplomática de las últimas décadas hay episodios verdaderamente bochornosos, que ponen de manifiesto el precio de esa decisión en términos de soberanía, de jurisdicción básica. Pero es un hecho masivo y cotidiano, la estructura básica en casi todos los campos. La economía está organizada como parte de la economía de América del Norte; la estrategia de seguridad es igualmente, en rasgos muy fundamentales, una derivación de la estrategia de seguridad estadounidense; y algo parecido se puede decir del sistema de educación superior, por ejemplo, y de otros ámbitos. Por eso la hostilidad actual resulta tan amenazadora, porque pone en jaque el principio único de nuestro interés nacional –porque hace vacilar todo. Y dice que el paréntesis de nuestra realineación con Estados Unidos ha sido en la historia del país sólo eso: un paréntesis, y que ya se cerró.

               Antes de bosquejar algunas líneas de estrategia, un reparo. El estilo personal del presidente de los Estados Unidos hace que sea particularmente aguda, y sensible, la diferencia entre la política abierta, espectacular, de declaraciones, y la política de negociaciones a puerta cerrada. La imagen, la popularidad, el prestigio de Trump en los Estados Unidos depende fundamentalmente de la publicidad de frases estridentes, golpes de efecto, anuncios inflamatorios, que se alimentan sobre todo de las réplicas. Es importante cuidar la comunicación pública del gobierno mexicano: hablar claro, con absoluta seriedad, y evitar los juegos de frases hirientes que son la materia prima de su publicidad. Por otro lado, conviene tener claro que lo que Donald Trump entiende como negociación es siempre una forma de extorsión: las amenazas de impuestos, prohibiciones, persecuciones, bombardeos, son el punto de partida (entre otras cosas, porque eso permite proyectar la imagen de fuerza personal que necesita su propaganda). En el caso de México, la amenaza más frecuente consiste en usar a los mexicanos en Estados Unidos como si fuesen rehenes: amenaza con maltratarlos, perseguirlos, deportarlos, prohibirles enviar dinero a sus casas… para conseguir concesiones del gobierno mexicano. Es obvio que no se puede aceptar negociación alguna, de nada, que tenga como premisa una amenaza semejante. Pero también sería importante denunciarlo en cada caso, puntualmente, abiertamente, públicamente: es inaceptable que se tome a un grupo de población como rehén, para avanzar posiciones políticas. Es claro que, personalmente, la indecencia no es una mácula para Donald Trump –pero no es el único jugador ni la única voz en Estados Unidos.

               La estrategia tiene que contemplar acciones en varios campos distintos. Y en todos hay mucho que hacer: 1) en la política interna, 2) en la política interna de los Estados Unidos, 3) en la relación bilateral, y 4) en la definición general de la política exterior y la política multilateral.

               En lo que se refiere a la política interna, es bastante obvio lo que hay que hacer. Es necesario restaurar la confianza en las instituciones, recuperar formas de solidaridad y cohesión social, buscar recursos para un crecimiento económico apoyado en el mercado interno… Pero todo es bastante obvio, o debería serlo.

               En lo que se refiere a la política interna de los Estados Unidos, lo más importante está en reconocer que necesitamos hacer política allí. Y no hacernos ilusiones, si alguien se las ha hecho, de que el gobierno de los Estados Unidos, y sus gobiernos y sus empresas, no intervienen en la política mexicana. Eso significa mantener interlocución con muchos actores, en muchos niveles, y explorar intercambios de todo tipo. Es necesario ofrecer apoyo a los mexicanos en Estados Unidos, desde luego, mediante la red de consulados para empezar, y a las asociaciones de mexicanos en Estados Unidos, a organizaciones solidarias, iglesias. Es necesario contribuir a dar voz, y visibilidad en Estados Unidos, a quienes defienden los intereses de los mexicanos, de los migrantes, a quienes activamente procuran desmontar el mecanismo paranoico del chivo expiatorio. Y mantener la cdrcanía con los actores que llevan la relación cotidianamente: alcaldes, funcionarios, empresarios. Es decir, que necesitamos apoyar a la parte del sistema político que no ha sucumbido a la lógica de la persecución (y en eso, por cierto, el gobierno de la ciudad de México puede tener mucho que hacer).

               En la relación bilateral hay tres grandes temas: migración, comercio y seguridad.

  • Migración. Los problemas concretos que vaya a enfrentar la población migrante no pueden ser previstos de antemano, de manera general, de modo que es indispensable confiar en la protección de la red de consulados en Estados Unidos, y brindarles el apoyo que necesiten (que comienza por nombrar y mantener cónsules con experiencia). Un cinturón de protección adicional lo ofrecen las organizaciones civiles, caritativas y religiosas de los Estados Unidos, a las que igualmente hay que ofrecer apoyo, y reconocimiento.

El estudio, la explicación, la narración, la proyección de la experiencia migratoria y sus múltiples contribuciones puede ser un recurso de apoyo importante para contrarrestar en lo posible la lógica del chivo expiatorio.

Las deportaciones masivas ya se dan, y mucho más en los años recientes; si su proporción se acercase a las cifras que dio en campaña Donald Trump, sería una catástrofe humanitaria que llevaría el conflicto a un registro enteramente distinto. Es altamente improbable, por la sencilla razón de que los números son fantasiosos, no hay la cantidad de inmigrantes indocumentados que supone el discurso: en los últimos años se ha deportado a más de dos millones y medio de mexicanos, y la migración de mexicanos a Estados Unidos se ha detenido prácticamente desde hace diez años. Por otra parte, empleada al límite la capacidad técnica, administrativa y humana del mecanismo de deportación, el gobierno del presidente Obama llegó a expulsar a 500,000 personas en un año –duplicar eso es materialmente imposible.

Es decir, que las deportaciones masivas ya se han producido. Los cientos de miles de migrantes expulsados ya están en México. Los problemas de integración económica, educativa, cultural, ya los tenemos. El problema real, el más grave, no es la expulsión masiva, sino el maltrato.

  • Es imposible saber el destino del tratado de libre comercio, ni el significado real de las amenazas de impuestos fronterizos. Pero es claro que la intensidad del intercambio con Estados Unidos va a disminuir en los años por venir, porque no tendrá el apoyo del gobierno federal. La política mexicana tiene que definirse frente a eso, que es un hecho –que no se anula con declaraciones de buenas intenciones. Las líneas de acción son claras, en tres direcciones.

Necesitamos: 1) una política anti-cíclica, orientada a contrarrestar los efectos de una disminución de las exportaciones, una baja de la inversión extranjera, y una devaluación del peso, es decir, una política que tenga como prioridades el empleo, el poder adquisitivo de los salarios, la inversión nacional, etcétera; 2) una búsqueda sistemática de mercados alternativos para la exportación de la producción mexicana; y 3) una política orientada a la expansión del mercado interno: todos sabemos los problemas que tuvo esa clase de política en los años setenta, pero esa experiencia puede servir de apoyo para una política sensata, sostenible. La renegociación del TLCAN es seguramente la gran alternativa de los sectores liberales y pragmáticos en ambos estados.

 

  • La idea de construir el muro, la política de deportaciones, la abierta hostilidad hacia México, significan un cambio en la estrategia de seguridad de los Estados Unidos. No está claro en qué términos se definirá la nueva estrategia, ni en Europa, ni en Oriente Medio ni en América. Significará otras prioridades, otras alianzas, otros mecanismos. Y eso obliga a México a redefinir parejamente su política de seguridad.

Desde hace muchas décadas, asuntos básicos de seguridad se han arreglado conforme a un principio elemental de buena vecindad; en los últimos diez años, la política de seguridad mexicana ha estado directa, explícita y estrechamente subordinada a la política estadounidense: hay una miríada de leyes, convenios, acuerdos de cooperación, vínculos institucionales, que regulan la presencia de agentes de policía de los Estados Unidos en México, y su vinculación con policías, ejército, etcétera. Extensas, numerosísimas, densas redes de intercambio de información operan cotidianamente, en todo el país. Es un sistema que se ha instalado discretamente, fuera de la atención pública, en los últimos veinte años, y que es absolutamente indispensable para los Estados Unidos. El presidente electo dice, implícitamente, que no es necesario nada de eso, que Estados Unidos se basta solo en materia de seguridad. Es indudable que los funcionarios responsables de inteligencia, seguridad y justicia, piensan otra cosa –y defenderán la forma de cooperación asimétrica que han construido.

La discusión pública sobre nuestra política de seguridad puede abrir un horizonte útil. Y la discreta agenda de la cooperación: extradiciones, presencia de agentes estadounidenses, relación privilegiada con las fuerzas de seguridad, intercambio cotidiano de información, ofrece recursos que podrían ser útiles en un caso extremo. En todo caso, sería necesario revisar el compromiso mexicano con la política de interdicción de la producción, tráfico y venta de drogas. Sabemos que la política ha fracasado, en todo el mundo. Sabemos que hay alternativas muy exitosas para la administración de las drogas que representan riesgos para la salud. Y la política actual tiene un costo que para México es impagable (para decirlo en una frase: hemos pagado con una sangría de casi 200,000 mexicanos la “buena vecindad” que ya no existe). Y por cierto, ese cambio no hace falta ni legalizarlo ni anunciarlo –basta con cambiar las consignas del ejército y la policía federal.

 

La política exterior, finalmente, tiene que definirse de nuevo. Durante muchas décadas, la estructura básica de la política exterior mexicana estaba dada por una serie de principios: autodeterminación de los pueblos, no-intervención, solución pacífica de las controversias… No era una política ni ingenua ni ideológica. El interés nacional se articulaba así –y cuidaba un margen de autonomía indispensable frente a los Estados Unidos. En el año 2000 se abandonó el esquema, porque ya resultaba inútil. Y se adoptó una política utilitaria, oportunista, desacomplejada, con ínfulas de potencia incluso, que resultó un desastre. No se ha sustituido por nada. De modo que no se sabe actualmente a qué obedece la política exterior mexicana. Es grave.

               Muchas de las medidas que ha anunciado Donald Trump son ilegales, contravienen leyes, tratados, convenciones internacionales. Y eso significa que una buena parte de los temas de nuestra relación podría tener que pasar por instancias internacionales, organismos y foros multilaterales. Y por eso es fundamental una estrategia orientada a que México recupere el prestigio que alguna vez tuvo en la opinión internacional –y que hoy no tiene ni remotamente. Desde luego, la opinión internacional no ha impedido nunca que Estados Unidos ponga en práctica sus decisiones, sea la invasión de Panamá, la de Irak, la prisión de Guantánamo. Pero no deja de tener un costo. Y por otra parte, México necesita espacio para desarrollar toda clase de intercambios, necesita espacio para respirar, digámoslo así, en unos años, pueden ser muchos, en que la relación con los Estados Unidos puede resultar agobiante.

               En los foros multilaterales el prestigio es fundamental para situar temas, para definir la agenda, conseguir apoyos. En la coyuntura actual, México tiene la ventaja de que el presidente Trump no es visto con simpatía por la opinión internacional. Pero el prestigio necesita construirse.

               Entre las varias posibilidades, acaso fuese la más apropiada una estrategia no dirigida en contra de los Estados Unidos ni en contra del presidente Trump. No una estrategia defensiva, que no tendría tampoco mucho futuro, sino una estrategia positiva, que abra nuevos horizontes a la política exterior. Pienso, como algo asequible, una política que permitiera a México articular intereses del grupo de países hispanohablantes en algunos organismos internacionales –y tomar eso como punto de partida.

               Pienso en una de las líneas posibles, una que se me antoja casi obvia, que ofrece perspectivas interesantes. Sería posible articular, para dar estructura a una parte de nuestra política exterior, una gran plataforma cultural, que contribuyese a restaurar el prestigio del país, la presencia perdida en los organismos multilaterales, y que ofreciera un nuevo campo de acción. Pienso en concreto en tres grandes líneas.

  1. La recuperación del español como lengua de comunicación científica, cuya importancia es incalculable, en muchos sentidos. Permitiría a México adoptar una posición de liderazgo, la que le corresponde, como el mayor de los países de habla española, y abriría una extensa agenda de cooperación con países de todas las latitudes. México tiene además un prestigio ya construido, y credibilidad, para un programa así, que además tiene ya una infraestructura notable, tradición, autoridad, en el Fondo de Cultura Económica.
  1. El desarrollo de redes, convenios, sistemas de evaluación y reconocimiento que permitan una mayor autonomía del sistema de educación superior e investigación. México, como buena parte del mundo, tiene su sistema de educación superior infeudado con Estados Unidos: los sistemas de reconocimiento y evaluación, la organización de posgrados, el sistema de becas, y en consecuencia el contenido de los programas de investigación, métodos, etcétera, están supeditados directamente al sistema de educación superior de los Estados Unidos. Y eso tiene muchos costos. También para el resto del mundo. Trabajar para elaborar redes alternativas, mecanismos de reconocimiento, sistemas de intercambio más equilibrados puede ser un objetivo compartido por muchos países (y que contaría con el apoyo de buena parte del sistema de educación superior estadounidense también).
  1. El apoyo decidido, sistemático a la expansión de la industria cultural mexicana. Significa aumentar la presencia del país, intensificar relaciones, y no es irrelevante como sector productivo: hasta el 6% del PIB proviene de la industria cultural.

 

Serán años complicados. Sin prisa, hay que actuar.

 

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