Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
03/12/2020
El próximo año, por primera vez desde las elecciones de1932, podrán ser reelectos en México los diputados federales. Ya en comicios locales recientes fueron reelectos algunos alcaldes e integrantes de ayuntamientos y legisladores locales de distintas entidades federativas y el 2024 podrán buscar la reelección los actuales senadores. En ese contexto, la Diputada Martha Tagle, una de las mejores legisladoras en funciones, anunció que no buscará la reelección, pues consideraba que el nuevo diseño no se convertirá en un mecanismo de rendición de cuentas entre los representantes y sus electores, sino que favorecerá la dependencia de los legisladores a las dirigencias de los partidos. Aunque es lamentable que Martha no busque ser reelecta, es cierto que, tal como quedó, la reelección legislativa está diseñada para garantizar la disciplina partidista.
No fue fácil superar en México la fuertemente institucionalizada no reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos, surgida en los tiempos fundacionales del régimen de partido único. En la mitología oficial, la limitación de la reelección legislativa y municipal se consideraba una conquista revolucionaria, derivada de la consigna maderista de sufragio efectivo y no reelección, aunque el llamado de 1910 se refería solo a la Presidencia de la República y la reforma que entró en vigor en 1933 tuvo motivaciones muy distintas a las que impulsaron el clamor revolucionario contra el aferramiento de Porfirio Díaz a la silla presidencial, el dorado sillón al que estaba pegado como con cola, según decían las coplas de la época.
Es cierto que la reforma para impedir la reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos se hizo junto con la que puso punto final a cualquier posibilidad de reelección presidencial, ya fuera continua o discontinua, y también cerró la puerta a la repetición en el cargo de los gobernadores. Sin embargo, cada prohibición tenía motivos distintos. La prohibición de la reelección presidencial era la fórmula a la mano para impedir la concentración dictatorial de poder a lo largo del tiempo en un país donde las elecciones no eran otra cosa que una simulación, por lo que no servían como mecanismo de limitación temporal del poder.
La no reelección presidencial no surgió como expresión de la democracia, sino que nació precisamente de la falta de democracia, cuando el asesinato de Obregón puso fin a la posibilidad de consolidación de un nuevo régimen personalista, reedición del porfiriato. El pacto político provocado por aquel magnicidio provocó el diseño de todo un nuevo entramado institucional para la distribución del poder y la circulación política sin recurrir a la violencia, después de una década convulsa de rebeliones y asesinatos para dirimir el control del Estado. La no reelección legislativa inmediata fue parte del despliegue de las nuevas reglas del juego que comenzó con la fundación del partido del régimen en 1929.
El objetivo de la discontinuidad en la reelección de legisladores esencialmente antidemocrático: lograr la sumisión de los diputados federales y senadores al poder presidencial. El conflicto potencial entre Ejecutivo y Legislativo implícito en el diseño presidencial se había concretado de nuevo desde la entrada en vigor de la Constitución de 1917 y se había agudizado al principio del Gobierno de Obregón. Después de un encontronazo con la legislatura, el caudillo extendió su sombra sobre el Congreso recurriendo a las amenazas y los sobornos para lograr la aquiescencia de sus integrantes.
La creación del Partido Nacional Revolucionario como único vehículo para acceder a cargos supuestamente electivos ayudó a la disciplina de la coalición de poder, pero no fue suficiente, pues durante los primeros años los políticos locales mantuvieron maquinarias electorales propias, partidos locales federados en el PNR. Fue Lázaro Cárdenas el que impulsó, como dirigente del partido, el siguiente paso centralizador: en 1932 reformó los estatutos de la organización para acabar con los partidos locales y propuso la reforma constitucional antirreeleccionista.
La no reelección inmediata acabó con las carreras autónomas de los políticos con arraigo territorial y los hizo dependientes de la estructura nacional del partido, pero, además, garantizó su disciplina, pues instauró un juego de las sillas musicales en el que cada tres o cada seis años había que dejar el puesto y buscar otro, al que sólo se accedía si se había demostrado lealtad y disciplina con el partido y con el Presidente de la República en turno. Desde entonces, los legisladores se convirtieron en entusiastas defensores de toda iniciativa del Ejecutivo y la separación de poderes desapareció de hecho, pues cada uno sabía que su siguiente empleo público o su siguiente cargo de “elección”, dependería de sus votos a favor de la voluntad presidencial en las cámaras.
El resultado fue que durante toda la época clásica del PRI el legislativo no fue otra cosa que un instrumento del Ejecutivo, con resultados similares a los de un régimen de parlamentarismo mayoritario. En el Congreso no se desarrollaron carreras autónomas ni la función legislativa se profesionalizó, pero no importaba, pues las leyes se cocinaban en Los Pinos. El sistema funcionó muy bien mientras no hubo competencia democrática ni división real de poderes, pero en la medida en la que las elecciones cobraron relevancia, la no reelección comenzó a ser disfuncional, pues obstaculizaba la consolidación de un Congreso profesional, con carreras legislativas de largo plazo.
Finalmente, la idea de permitir la reelección inmediata, aunque de forma limitada, se abrió paso y ahora entrará en vigor en el ámbito federal. Sin embargo, lo que debería ser un derecho de los ciudadanos que ejercen el cargo y que se someten a la ratificación o a la revocación de sus electores, fue secuestrado por los partidos, que pusieron reglas para reproducir los mecanismos disciplinarios, ahora en condiciones de competencia pluripartidista. Así, de acuerdo con las reglas ahora vigentes, son los partidos los que premian o castigan la disciplina de sus legisladores, pues solo se vale reelegirse dentro del mismo partido, a menos que la separación se haga con dos años de antelación.
Tampoco las ventajas de un juego sin final conocido se logran con el sistema de reelección limitada que se adoptó, por lo que no se conseguirá la existencia de carreras legislativas de largo plazo, en un proceso de renovación parcial de las cámaras en cada elección. Si una de las virtudes de la posibilidad de reelección de los diputados de mayoría es que los acerca a sus electores y reduce el problema de agencia de todo sistema de representación, tal como quedó diseñada la reelección en México los legisladores seguirán sin tomar demasiado en cuenta los intereses de la población de sus distritos, pues lo relevante para poder aspirar a mantener el cargo será su lealtad partidista. En el caso de los legisladores de representación proporcional, la existencia de listas cerradas es también un mecanismo de disciplina partidista, la cual no es de suyo negativa, siempre que se compense con fórmulas que permitan acercar a los representantes con los representados.