Fuente: El Universal
La semana pasada, el pleno de la Suprema Corte determinó declarar inconstitucional la reforma electoral aprobada por el Congreso de Colima porque se había incurrido en omisiones en el proceso de aprobación de la misma. Con ello, se determinó que el proceso electoral local que se realizará de manera concurrente con los comicios federales el próximo año deberá regirse con las normas anteriores a la reforma.
El punto no sería llamativo de no ser porque los argumentos suscritos por ocho de los 11 ministros (el número requerido para determinar la inconstitucionalidad de una ley) son particularmente novedosos. En el fondo de la resolución gravitó el hecho de la rapidez con la que fue aprobada la reforma. En efecto, entre la presentación de la iniciativa, su dictaminación, discusión y final aprobación y publicación pasaron menos de dos días.
Dos fueron los argumentos centrales que sustentaron la decisión de la mayoría: en primer lugar, que la reforma, al ser votada de manera tan rápida, no había sido discutida suficientemente en el Congreso, con lo que se violaba el principio democrático de la deliberación como paso previo a la toma de la decisión; en segundo lugar, porque el trámite legislativo había pasado por alto justificar la existencia de una notoria urgencia para que el Congreso aprobara fast track los cambios.
De nada valieron los argumentos de la minoría de que no había existido violación expresa al procedimiento legislativo en Colima, el hecho de que la dispensa de lectura que había acelerado notoriamente el trámite había sido aprobada por unanimidad de los diputados presentes, ni que había existido un debate, aunque breve, previamente a la aprobación de las reformas.
Con decisiones como la mencionada, la Suprema Corte está adentrándose en terrenos pantanosos de los que difícilmente saldrá bien librada. Y es que en ellos la subjetividad de los argumentos termina por ser la regla y no la excepción.
¿Cómo traducir en términos concretos que para que una decisión sea democrática debe haberse discutido suficientemente? ¿Cuánto tiempo y con qué profundidad debe discutirse una iniciativa antes de votarla para ser considerada como tal? ¿Qué pasa si el consenso sobre un tema genera que el mismo se apruebe, por unanimidad incluso, pero sin discusión? ¿Y si una minoría parlamentaria decide no participar en la discusión de una ley, ésta sufre una merma en su democraticidad? Son todas preguntas que con criterios como los sostenidos son casi imposibles de responder.
Y por otra parte, ¿la unanimidad en no dar lectura a las iniciativas no supone la existencia de un acuerdo en torno a acelerar el proceso legislativo? Además, ¿de qué principio constitucional se desprende que los legisladores están obligados a justificar las causas de urgencia?
En el fondo, coincido con que entre más se discuta una ley el procedimiento será más democrático pues se alimenta la posibilidad del consenso y se respeta el derecho de las minorías a exponer sus puntos de vista. También con la necesidad de que las decisiones sean motivadas ampliamente, con lo que se da al proceso legislativo más pulcritud. Lo que me parece excesivo es que por ese hecho una ley sea declarada inconstitucional.
Y esos mensajes de la Corte, además, preocupan cuando el destino de la reforma electoral federal, por decisión de la propia SCJN, depende de lo que decidan algunos jueces de distrito, pues acaban por incentivar una peligrosa tendencia a la “inventiva judicial”.
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM