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¿Es Obama un socialista?

Obama, el mito se hace carne

El País. 06/09/2009

El presidente vuelve al trabajo con tres duros frentes abiertos: Afganistán, la reforma sanitaria y la seguridad nacional. Obama ha perdido más de 10 puntos de popularidad a lo largo del verano. La Casa Blanca no ha sabido explicar bien sus proyectos más importantes.

Bajar en las encuestas mientras se está de vacaciones debe de ser, en cierta medida, un estímulo para la vanidad de un político, que puede ver en esa circunstancia una prueba de su imprescindible influencia. Eso es lo que le ha ocurrido a Barack Obama, que se reincorpora el martes a su oficina peligrosamente cerca del 50% de aprobación de su gestión, después de haber perdido más de 10 puntos a lo largo del verano.

Su ausencia ha sido aprovechada por sus rivales para una despiadada campaña en la que se le ha comparado con Hitler, se ha identificado su programa de gobierno con el Manifiesto Comunista y se han sembrado en todo el país enormes dudas, no sólo sobre su propuesta de reforma sanitaria, sino también sobre sus condiciones como comandante en jefe y las intenciones últimas de su presidencia. El famoso columnista Charles Krauthammer escribe la palabra presidente entre comillas, y en algunos actos públicos ultras se ha hablado abiertamente de su asesinato.

Esa campaña, impulsada por figuras de una oposición republicana muy radicalizada y apoyada en una base social conservadora mayoritaria en Estados Unidos, no es, sin embargo, la única razón del debilitamiento de Obama. Más importante que eso han sido sus propios errores a la hora de explicar algunos de sus proyectos y al escoger la táctica más adecuada para impulsarlos.

El presidente norteamericano aborda el nuevo curso obligado a hacer algunas correcciones en su política, recuperar la iniciativa y restablecer la comunicación con los ciudadanos. Con ese triple propósito hablará el miércoles ante una sesión conjunta del Congreso, un acto muy infrecuente en un sistema presidencial como el estadounidense.

Después de siete meses y medio de una agitada gestión, en la que Obama ha afrontado al mismo tiempo una crisis económica, la regeneración de la política exterior y una ambiciosa agenda de reformas sociales, su popularidad comienza a resentirse. Nada tiene eso de alarmante ni sorprendente. Para eso está la popularidad, para gastarla gobernando. Se supone que el objetivo de un presidente no es la mejora en las encuestas, sino el crédito que se puede obtener con el éxito de su política. Hasta ahora, Obama ha sido simplemente popular. Ahora tiene que empezar a conquistar el reconocimiento por su gestión. No estamos ante el desplome que los agoreros llevan anticipando desde el primer día. El globo no se ha pinchado. No, todavía. Estamos, eso sí, ante una durísima batalla que Obama puede perder.

Esa batalla se libra fundamentalmente en tres frentes: reforma sanitaria, Afganistán y seguridad nacional (torturas, CIA y todo el debate alrededor). Curiosamente, aunque siempre se dijo que la suerte de Obama estaría directamente vinculada a la evolución de la economía, la paulatina recuperación de ésta no se ha traducido en mayor respaldo o tranquilidad para el presidente.

La reforma sanitaria es el más inmediato y peligroso terreno de combate. Hasta hoy, se trata de una pelea que Obama va perdiendo. Un 56% desaprueba la forma en que la Casa Blanca está conduciendo esa iniciativa, y un 60% confiesa carecer de información suficiente. A grandes rasgos, lo que a los ciudadanos les suena de esa reforma es que habrá más intervención del Estado, menos libertad de elección para los pacientes, que todo costará más y la medicina perderá calidad.

Tratando de evitar a toda costa los errores cometidos por Bill Clinton, que elaboró una gigantesca ley a espaldas del Congreso, Obama ha preferido dejar toda la iniciativa legislativa a las cámaras, lo que se ha traducido en confusión sobre el verdadero proyecto de la Casa Blanca y luchas intestinas entre los diferentes grupos de poder en el Capitolio.

Como consecuencia, pese al evidente fracaso del sistema de salud de este país (47 millones de personas sin seguro, gastando el doble del presupuesto de cualquier nación occidental), muchos norteamericanos no encuentran razones suficientes para embarcarse en lo que les parece una aventura demasiado arriesgada.

El segundo error de Obama en relación con la reforma sanitaria es el de su gestión política. Cargado de buenas intenciones, el presidente prometió sacarlo adelante de forma bipartidista. Pero, obviamente, hacen falta dos para bailar el tango, y si ningún presidente demócrata, desde Truman hasta Clinton, encontró apoyo republicano para reformar la sanidad, todo parece indicar que Obama no va a ser la excepción.

El afán del bipartidismo ha obligado a Obama a una defensa más vaga y contradictoria de su iniciativa, sin que por ello haya menguado la hostilidad de los contrarios. El presidente mantiene su intención de sumar al menos algunos congresistas republicanos a la ley, atendiendo a la advertencia de los centristas de su partido sobre las consecuencias de aprobar de forma unipartidista una reforma del Estado de semejante magnitud. Pero otros demócratas comienzan a impacientarse y aconsejan a Obama cumplir con el mandato de gobernar, al margen de lo que piense la oposición. Jean Edward Smith, autor del libro FDR, le recuerda que Roosevelt sacó adelante casi todo su programa de New Deal sin el voto de los republicanos.

Obama prometió un nuevo estilo de política en Washington, y el drástico corte ideológico no se corresponde con ese estilo. Esa promesa le mantiene también semiparalizado frente a uno de los asuntos más delicados de esta presidencia: la investigación de los abusos cometidos durante la Administración de George Bush. Obama ha dicho que no quiere mirar hacia atrás y ha dejado que sea el fiscal general, Eric Holder, quien dé los primeros pasos. Pero difícilmente va a poder evitar comprometerse en ese problema si la investigación prueba la implicación de altos funcionarios en las torturas.

De momento, el silencio de Obama está siendo utilizado por sus enemigos para denunciar que el país ha perdido seguridad desde el relevo en la Casa Blanca. Dick Cheney es el principal abanderado de esa causa, aparentemente con tanto éxito que un columnista de The Wall Street Journal lo propuso esta semana como candidato republicano para 2012 y no se escuchó ni una risa en los cenáculos de la derecha.

«Si el tema de la seguridad se convierte en la estrella de la campaña en 2012, Cheney podría ser un buen candidato», afirma Alex Castellano, un analista conservador. La seguridad y la guerra, porque así como Bush ligó su destino a la guerra de Irak, Obama ve crecientemente su futuro vinculado a la marcha de Afganistán, donde el apoyo de la opinión pública se reduce al mismo ritmo que aumenta el desafío de los talibanes.

La presidencia de Obama es y será siempre presa de las expectativas levantadas con su triunfo. El hombre que sacaría al país de una guerra, pero acelera otra. El transformador obligado a recurrir a los viejos métodos políticos. El activista paralizado por el sentido del Estado. Pero es todavía una presidencia en fase de formación. La meta de Obama, el saneamiento moral del país y la modernización de sus estructuras, sigue siendo admirable. Este otoño se puede avanzar o retroceder mucho en ese camino.

El mus de Obama

Francisco G. Basterra
El País. 28/02/2009

Es probable que no tenga cartas para apostar como lo ha hecho ante todo el país por televisión, por encima del Congreso ante el que formalmente hablaba. Pero se la ha jugado a la grande y a la chica. Si no tenía suficiente con intentar atajar la dramática crisis económica, cuyo fondo aún desconocemos, Barack Obama, transcurridos sólo 40 días de su presidencia, se atreve a dar pasos concretos hacia una sanidad pública prácticamente universal, de calidad y asequible, que acabe con la indecencia de que el país más poderoso del globo tenga a 46 millones de habitantes sin seguro médico alguno. Anunció el jueves, con su proyecto presupuestario, una hucha de 634.000 millones de dólares, en 10 años, para lograrlo. Y va a afrontar también el despropósito de que EE UU, el país que más gasta en educación, esté en un segundo nivel de la liga de las poblaciones mejor formadas. Pretende que las familias norteamericanas puedan mandar más hijos a la universidad con ayudas públicas.

Trata de darle la vuelta a la revolución de Reagan 30 años después, durante los cuales el 1% más rico de la población norteamericana ha incrementado entre un 20% y un 30% su trozo de tarta de la riqueza nacional. El audaz objetivo de Obama es atacar, vía impuestos, esta desigualdad económica de las clases medias, cada vez más empobrecidas y que no alcanzan a pagar una sanidad y una educación cada vez más costosas. El principal asesor económico de la Casa Blanca, Lawrence Summers, ha explicado así lo ocurrido en los últimos tres decenios: «El 80% de las familias estadounidenses ha estado enviando un cheque anual de 10.000 dólares al 1% más rico de la población». Intentará reducir a la mitad el déficit presupuestario, hoy el 12,3% del PIB, el mayor desde la II Guerra Mundial, subiendo impuestos a los ricos, no tocando a la inmensa mayoría de familias que ingresan menos de 250.000 dólares anuales, y gastando menos en guerras. Lo más parecido a la cuadratura del círculo.

Y todo lo quiere hacer a la vez, porque «la pasividad no es una opción». ¿Este presidente es un ingenuo, un visionario, cree que nos puede sacar de la recesión hablando, quiere hacer de Robin Hood, o hemos elegido a un jugador de póquer?, se preguntan los norteamericanos ante la sorprendente aceleración de la presidencia Obama. Barack entiende que la crisis que acogota al mundo y provoca la ansiedad de los norteamericanos es una oportunidad y no la excusa para la inacción o el ir poco a poco. Habla de la necesidad de «acciones audaces y grandes ideas» porque es evidente, en un plano teórico, que el pensamiento convencional ya no funciona. Sin embargo, el inmenso estímulo fiscal para, primero, salvar al sistema financiero con un gasto público keynesiano es una idea convencional. Aunque también se podría pensar que arrojar paladas de dinero de los contribuyentes a los bancos para que rehagan sus balances y salvar así a las mismas instituciones que han metido al mundo en este negro pozo es una idea bastante loca.

Es cierto que EE UU sigue siendo el país de los sueños, donde como ha demostrado la elección de Obama todo es posible. Un presidente negro, una mujer speaker (presidente) del Congreso y un tipo blanco, el vicepresidente Biden, en el podio del Congreso, como lo resumió la CBS en su telediario nocturno.

Conviene que sepamos quién es el 44º presidente de Estados Unidos. Ya tenemos algunas piezas para ir completando el rompecabezas. Hace poco Obama invitó a un grupo de selectos columnistas a volar con él a Chicago en el Air Force One. Bob Herbert, del Washington Post, y E. J. Dionne, del New York Times, han aportado detalles interesantes. Barack es un pragmático al que, por encima de ideologías, le importa que las cosas funcionen. ¿No dijo aquí el siglo pasado Felipe González que el cambio consistía precisamente en eso? «Soy un eterno optimista pero no soy un bobo», les dijo Obama. Y en su parlamento de esta semana ante el Congreso, dejó claro que cree, sin fundamentalismo alguno, en un Gobierno racional, creativo y eficaz que puede ser capaz de encender el motor de arranque de la economía de mercado, para retirarse después a un segundo plano. Pero no se trata de un Gobierno más grande. En el camino ya ha alterado la visión del pueblo norteamericano, que en su mayoría piensa que la palabra Estado es obscena y socialista, provocando una transformación ideológica. Quizás Obama pretende mover el centro político a la izquierda, al igual que Ronald Reagan lo desplazó a la derecha. Se trataría de redefinir el capitalismo reconstruyendo el liberalismo americano.

En esta orilla del Atlántico, la Europa de las catedrales y del Estado de bienestar, que como avisó Zapatero en su último discurso de política exterior corre el peligro de convertirse en «una suerte de gran museo sin peso en el mundo», la audacia innovadora de Obama provoca una sana envidia. Mientras la crisis económica amenaza con partir Europa con Estados fallidos en el Este del continente que habían puesto sus esperanzas en la Unión Europea, afectando incluso al núcleo fuerte del eurogrupo, nuestro sano escepticismo de viejas naciones no nos debiera impedir reconocer la todavía indispensabilidad de Estados Unidos.

Obama: «No soy un socialista»

El País. 09/03/2009

El presidente de EE UU advierte que sus medidas de cambio tan sólo están en consonancia con la gravedad de la crisis

«No fue bajo mi presidencia cuando se empezó a comprar acciones de bancos»

Barack Obama negó ayer ser socialista o que las profundas reformas emprendidas en las primeras semanas de su gestión sean la consecuencia de una determinada opción ideológica. El presidente estadounidense recuerda en una entrevista que la masiva intervención del Estado en la economía empezó con George Bush, y que la audacia y contundencia de algunas de sus medidas de cambio simplemente están en consonancia con la gravedad de la crisis por la que atraviesa el país.

Hasta hace poco podría resultar pintoresco un debate de estas características en Estados Unidos, pero las acusaciones contra Obama por el supuesto izquierdismo de su programa de Gobierno y las denuncias sobre la deriva de este país hacia un modelo de socialismo europeo -incluso de comunismo, entre los más radicales-, han sido tan abundantes en los últimos días que los periodistas de The New York Times le preguntan en una conversación publicada ayer si, efectivamente, la política puesta en marcha define a un dirigente socialista. «La respuesta sería no», contesta el presidente.

Hora y media más tarde, tal como relata el texto publicado, Obama llamó por teléfono a los dos autores de la entrevista para hacerles algunas precisiones al respecto, después de haber estado, según les dijo, dándole vueltas al asunto en la cabeza. «Me resulta difícil de creer que hablaban ustedes en serio cuando me hicieron esa pregunta», les comentó el presidente. «No fue bajo mi presidencia cuando empezamos a comprar puñados de acciones de bancos. Cuando yo llegué, ya se había hecho una inyección enorme del dinero del contribuyente en el sistema financiero. Nosotros hemos actuado de una forma completamente consistente con los principios del libre mercado; cosa que algunos de los que nos acusan de ser socialistas no pueden decir», afirma Obama.

«El hecho de que estemos tomando algunas medidas extraordinarias y haciendo algunas intervenciones», añade, «no es ninguna indicación de mis preferencias ideológicas, sino una indicación del grado al que la relajación de la regulación y los riesgos extravagantes habían llevado esta crisis». Preguntado sobre cuáles eran, entonces, sus preferencias ideológicas, contestó: «No voy a entrar en eso». Obama intenta salir al paso con estas declaraciones a una sucesión de críticas por parte de la oposición conservadora, que encontraba eco en el sector moderado del propio Partido Demócrata, sobre la amenaza que la política de Obama representaba para los valores fundacionales norteamericanos. Esas críticas se habían agudizado tras la presentación hace diez días de un presupuesto nacional que prevé una significativa actuación del Estado en áreas como sanidad, educación e infraestructuras, al tiempo que reduce el gasto militar.

El presidente se defiende también en esta entrevista de la acusación de haber emprendido demasiadas reformas y abierto demasiados frentes al mismo tiempo. «Miren», explica, «a mí me hubiera gustado permitirme el lujo de sólo tener que lidiar con una modesta recesión, o sólo con el problema del seguro de salud, o sólo la energía o Irak o Afganistán. Pero no me puedo permitir ese lujo y creo que el pueblo norteamericano tampoco se lo puede permitir».

La situación en Afganistán es definida en la conversación con The New York Times como uno de los principales desafíos de la política exterior de su Administración. El presidente reconoce que Estados Unidos está perdiendo la guerra y que los talibanes representan una amenaza creciente.

Dentro de la nueva estrategia que su Gobierno está preparando para revertir esa situación, Obama sugiere la posibilidad de un diálogo con ciertos elementos de los talibán, siguiendo el modelo de los pactos que se hicieron en Irak con las milicias suníes. «Si hablan con el general Petraeus [David Petraeus, ex jefe militar en Irak y actual jefe del mando militar norteamericano en Oriente Próximo] les dirá que parte del éxito en Irak se debe al acuerdo con quienes parecían islamistas radicales pero estaban dispuestos a trabajar con nosotros». «Puede haber», afirma el presidente, «una oportunidad comparable en Afganistán y Pakistán».

¿Socialismo, EU?

Mark Leibovich y Heather Timmons
Texto original en New York Times
Traducido y publicado en Reforma
07/03/2009

Se arraiga un epíteto entre conservadores
Conservadores usan epíteto para su causa

Quizá los conservadores estadounidenses estén en busca de un líder espiritual, un principio organizador y una identidad renovada, pero por lo menos parecen haberse puesto de acuerdo respecto a un ogro retórico favorito: el socialismo. Por ejemplo: dicen que los demócratas están decididos a imponer el socialismo sobre «U.S.S.A.» (como dice una calcomanía para el auto, bajo las palabras «Camarada Obama»).

Parece que la palabra «socialista» ha sustituido a «liberal» como la calumnia de moda entre gran parte del mundo conservador. Bloggers de derecha y conductores de programas de entrevistas de radio se están acabando la palabra con tanto uso y los republicanos del Senado y de la Cámara de Representantes se pelean por invocarla. La bomba «S» se ha convertido en una manera tan infalible de despertar reacciones en reuniones de conservadores como lo fue «Clinton» en los 90. «A principios de esta semana escuchamos al mejor vendedor de socialismo del mundo dirigirse a la nación», señaló recientemente el Senador Jim DeMint, republicano de Carolina del Sur, refiriéndose, naturalmente, a cierto primer socialista.

Mike Huckabee, ex Gobernador de Arkansas, denunció la creación de «repúblicas socialistas» en Estados Unidos. «A Lenin y Stalin les encantaría esto», dijo Huckabee en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC, por sus siglas en inglés). «El socialismo es algo nuevo con lo que le podemos dar a Obama en la cabeza», dijo Joshua Bolin, de Augusta, Georgia, quien fundó el sitio en internet Reagan.org, que él llama una respuesta conservadora al sitio liberal MoveOn.org. Por supuesto, ni el «socialismo» ni la disposición de los conservadores para golpear a la oposición con el término tiene nada de nuevo. Sin embargo, este mantra de «socialista» ha vuelto con bríos después de un largo periodo de relativa inactividad.

La era contemporánea de demonizar con esta palabra se remonta a la campaña electoral entre Obama y John McCain. Éste y su compañera de fórmula, la Gobernadora Sarah Palin de Alaska, acusaron repetidamente a Obama de querer «diseminar la riqueza». El activismo fiscal inicial del Presidente Obama ha generado un montón de material nuevo para los antisocialistas y convertido a una etiqueta utilizada para inspirar temor en una burla de «¿no que no?». El reciente torbellino de sucesos económicos (el nuevo presupuesto de la Administración, su toma parcial de otro banco importante) se dio en un momento oportuno para la CPAC, realizada del 26 al 28 de febrero, que brindó a los conservadores la oportunidad de dar tremenda voz a este estribillo renovado.

«La derecha usó ‘socialista’ contra Franklin Roosevelt a cada rato en los 30», comentó Charles Geisst, historiador financiero en el Manhattan College, en Nueva York. «Escuchar que lo llamaran Camarada Roosevelt en esa época no era raro». Sin embargo, aunque hoy se invoca repetidamente el socialismo, propicia un golpe menos potente que antes. Bernie Sanders, de Vermont y socialista de verdad en el Senado de EU, coincide con ello y dice que «socialismo» solía conllevar un estigma ya integrado en vista de su asociación con el comunismo estilo soviético.

Sin embargo, dado que hoy en día quedan tan pocos regímenes comunistas, y ya han crecido generaciones desde el fin de la guerra fría, ese estigma ha perdido fuerza. Sanders comentó que se sentía estimulado por el hecho de que incluso algunos críticos conservadores parecen equiparar a la agenda económica de Obama con el «socialismo estilo europeo», como para diferenciarlo conscientemente del antiguo significado soviético del término.

«Creo que a este país le vendría bien un buen debate acerca de lo que sucede en lugares como Suecia, Noruega y Finlandia», dijo Sanders, y añadió que ideas como el cuidado universal de la salud, más fondos para la educación y una mayor carga impositiva sobre los ricos tienen modelos accesibles en esos países. Aun así, cuando el Representante Mike Pence, republicano por Indiana, denunció al «socialismo estilo europeo» en su discurso en la conferencia, los abucheos de la multitud no fueron precisamente una señal de apertura a debatir sus méritos. Ni de alguna prisa por diferenciar las variedades sueco, soviético y de San Francisco. «La palabra resuena más en lugares en los que nadie va a hacer distinciones entre los diversos significados del término», dijo Geisst.

Y uno de esos lugares podría ser la CPAC. «El socialismo es un concepto muy atrevido para los conservadores», dijo la comentarista Bay Buchanan, una celebridad en la Conferencia. Dijo que mientras «socialista» ha estado en receso como insulto en años recientes, fue un instrumento efectivo para poner fin al esfuerzo de Bill Clinton por reestructurar el sistema del cuidado de la salud a inicios de los 90. «Los estadounidenses simplemente están genéticamente opuestos al socialismo», comentó Matt Kibbe, presidente de FreedomWorks, un grupo conservador de promoción de ideas.

Obama, en la senda de Roosevelt y Kennedy

Norman Birnbaum
El País. 13/03/2009

El presidente alienta el renacer de la socialdemocracia en versión EE UU

Los planes sociales y económicos del presidente pueden ser otro ‘New Deal’

El presidente Obama domina el escenario nacional estadounidense. Su grado de aprobación en las encuestas es alto, y los republicanos están ruidosa y visiblemente divididos, además de carecer de dirigentes con capacidad de seducción. A estas alturas, el presidente cuenta incluso con el apoyo de muchos que no votaron por él (entre ellos, una mayoría de la población blanca). El centro de atención lo ocupa, como en Europa, la economía. Los republicanos se muestran escandalizados, no por el fracaso evidente del capitalismo estadounidense, sino porque Obama propone medidas que ellos califican de «socialismo europeo». En realidad, Obama no hace más que seguir las huellas de los dos Roosevelt, Truman, Kennedy y Johnson, pero los republicanos responden tergiversando de manera sistemática nuestro último siglo de historia. En cuanto a los medios, en general, lo único que resulta patente es su mediocridad ignorante. Por lo demás, están demasiado ocupados dando legitimidad a la contraofensiva ideológica de los republicanos.

Es demasiado pronto para saber qué ocurrirá con las iniciativas de Obama en su doble vertiente: las primeras medidas inmediatas para estimular la economía y una serie de programas de educación, medio ambiente, sanidad, transporte e inversiones sociales. La recuperación económica quizá sea imposible sin unas medidas mucho más extensas y drásticas que las que ha propuesto hasta ahora: unas nacionalizaciones de facto de bancos y grandes empresas. Para que varíe a largo plazo el equilibrio entre mercado y Estado será necesaria una movilización mucho más amplia y persistente que la habida en su campaña electoral.

Obama intuye, con razón, que sólo puede lograr sus propósitos si se enfrenta a los hábitos e intereses arraigados de la política estadounidense. Su objetivo inmediato, aparte de lograr la aprobación de las leyes necesarias para sus programas, es aumentar la mayoría demócrata en las dos Cámaras del Congreso en las elecciones parciales de 2010. Por ahora, pese a la desmoralización y los conflictos internos, los republicanos disponen de una considerable capacidad de obstrucción. Las reglas del Senado exigen 60 votos (no basta con 51) para someter una ley a votación, y los 41 senadores republicanos (los demócratas tienen 58 y un escaño aún permanece vacante) están aprovechando esa ventaja. En la Cámara de Representantes, los demócratas cuentan con una mayoría notable: 254 escaños frente a 178 republicanos y 3 vacantes. Sin embargo, no todos los demócratas apoyan las políticas económicas y sociales de Obama.

Kennedy pudo devolver el poder a los demócratas en 1961 porque el partido y los grupos que lo componían mantuvieron vivo el legado del New Deal durante los años de Eisenhower. Por el contrario, con Carter y Clinton, los demócratas se apartaron de ese legado. Ahora Obama tiene que convencer no sólo al país, sino a su propio partido, de que es necesario que renazca la socialdemocracia estadounidense.

En política exterior, Obama está aprendiendo a controlar la maquinaria imperial, incluidos el Ejército y los servicios de inteligencia. Junto con la secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha decidido apoyarse en los funcionarios que, al final de la Administración de Bush, celebraron la marcha del presidente y el vicepresidente. Obama y Clinton, en colaboración -hasta ahora- con el secretario de Defensa, Gates, y los mandos militares, han dejado claro que tienen una visión restrictiva del uso de nuestro poder militar (entre otras cosas, porque está muy erosionado). Ha habido aperturas hacia China y Rusia, han comenzado las negociaciones con Siria, se avecinan cambios respecto a a Cuba y se ha dado a entender a los israelíes que la política estadounidense sobre Oriente Próximo se dicta en Washington, y no en Jerusalén.

El plan de Clinton de celebrar una conferencia sobre Afganistán en la que intervengan los países vecinos (incluido Irán) y otros Estados interesados indica que el Gobierno estadounidense es receptivo a iniciativas que alivien al país de la carga que representa el unilateralismo. En las relaciones económicas internacionales no ha habido todavía una serie de iniciativas similares. Dada la desunión europea, está por ver si el presidente Obama presentará en la cumbre económica de abril en Londres la propuesta de empezar a reconstruir las instituciones económicas internacionales que han quedado claramente obsoletas.

No debemos minusvalorar la intensidad y la ferocidad de la oposición al presidente, tanto real como hipotética. Numerosos ciudadanos, sobre todo entre los menos cultivados, le consideran ilegítimo. En grandes sectores del capital piensan que él y los demócratas en general son una amenaza directa contra sus intereses. Están tratando de convencer a los ciudadanos corrientes de que la expansión del Gobierno es un peligro. A los fundamentalistas religiosos les ofende que defienda la racionalidad científica (como en el caso de la investigación con células madre) y les molesta su apertura cultural y religiosa. En política exterior, los unilateralistas ya le han criticado por sus políticas respecto a China y Rusia. Y se han unido al lobby israelí, cada vez más nervioso por la posibilidad de que el presidente reduzca su influencia, para lanzar advertencias en contra de las negociaciones con Irán.

La crisis económica y la energía y la inteligencia del presidente le han permitido, hasta ahora, imponerse a un Congreso recalcitrante, cuyos miembros saben muy bien que muchos de sus electores son partidarios de la nueva era que encarna Obama. La vulgarización de nuestro discurso público es enorme: el presidente se quedó asombrado cuando The New York Times (que puede presumir de tener cierto nivel cultural) le preguntó si su programa era «socialista».

Obama se enfrenta a una paradoja. Sus proyectos, a corto y a largo plazo, son experimentos de educación política que muy bien podrían convertirse en un nuevo New Deal y engendrar una nueva generación que lo lleve adelante. Sin embargo, esos proyectos no pueden triunfar sin una conciencia pública muy distinta a la que prevaleció durante los Gobiernos de Clinton y George W. Bush.

Lo primero que tiene que hacer Obama es educarse a sí mismo sobre los límites y las posibilidades de la presidencia y la nación en un siglo XXI definido por crisis y conflictos insólitos hasta hace muy poco tiempo.