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«Otra vez el debate sobre la pena de muerte»

La inaplazable campaña electoral y el clima moral de la inseguridad endémica en México, han vuelto a colocar sobre la mesa el debate sobre la pena de muerte, claro, solo a los peores, a la escoria, a los delincuentes desalmados que han sembrado la inseguridad en el país. Por ellos, el país renunciará a su propia noción civilizada para volverse… como ellos.

El debate apenas empieza. Varios de los integrantes del IETD ya han escrito su alegato decididamente en contra. Pero como especial regalo (racionalista y literario) para quien visita nuestra página, proponemos esta introducción, escrita hace ya varios años por Javier Marías, a propósito del “más triste los hombres”, el que miró la cabeza rodante del sentenciado, hace ya muchos años (Claves de Razón Práctica, núm. 10, marzo de 1991)

Turgueniev era tan confiado que se pasó la vida dejándose engañar, sobre todo por sus compatriotas, a los que prestaba dinero y ayuda si los veía en apuros, aunque fueran desconocidos. Pese a ser considerado frívolo y ateo, practicaba la seriedad literaria y unas cuantas virtudes con bastante mayor rigor que sus contemporáneos. En su no muy conocido texto “La ejecución de Tropmann”, sobre un ajusticiamiento que presenció en París en 1870, cuenta cómo al acercarse el momento de que el asesino Tropmann fuera guillotinado, “la sensación de alguna transgresión desconocida cometida por mí mismo, de alguna vergüenza secreta, creció dentro de mí con cada vez más fuerza”, y añade que los caballos del carromato que esperaban para llevarse el cadáver le parecieron en aquel instante las únicas criaturas inocentes que allí había”.Esa narración es uno de los más impresionantes alegatos jamás escritos contra la pena de muerte. O quizá, mejor, uno de los más tristes. No en balde Pauline Viardot o La García, que tuvo que conocerlo bien, dijo que por eso, Ivan Turgueniev: “Era el más triste de los hombres”.

Pena de muerte

José Woldenberg
Reforma. 11/12/ 08

De nuevo se pone a discusión la pertinencia de aplicar la pena de muerte; ahora, dicen, para los secuestradores que asesinen a sus víctimas. El triste mérito de la iniciativa debe asignársele al gobernador Humberto Moreira, acompañado del Congreso de Coahuila y el Partido Verde. Se trata de una medida -según ellos- para hacerle frente a la espiral delictiva y poner un freno a las bandas criminales. Una vuelta a la añeja consigna de «ojo por ojo, diente por diente».

De inmediato, la propuesta desató una ola de comentarios en contra, aunque recabó, para mi sorpresa, no pocas adhesiones. De tal suerte que no parece conveniente voltear hacia otro lado, hacer como si nada sucediera, y dar por muerto el intento. Por el contrario, parece necesario insistir en el contrasentido que implica querer batallar contra la criminalidad convirtiendo al Estado en un clon de la propias bandas delincuenciales. Antes, sin embargo, también parece pertinente salirle al paso a posiciones contrarias a la pena de muerte con argumentos que -para mí- resultan inapropiados.

Varios políticos y comentaristas le reclaman al gobernador las «pretensiones electoreras» de su propuesta. Se equivocan de principio a fin. En ese terreno no hay nada que objetar. Resulta meritorio que los políticos hagan sus propuestas de cara a las elecciones. Se trata de los momentos estelares donde candidatos, partidos y coaliciones deben hacer saber a los ciudadanos cuáles son sus pretensiones, para que éstos se formen una opinión, de tal suerte que el expediente de hacer públicas incluso las iniciativas más controvertibles debe ser bienvenido. Ahora bien, si lo que preocupa es que la propuesta recoge un sentimiento profundo anidado en nuestra sociedad que, harta de la espiral de violencia e inseguridad, no ve con malos ojos la reinstalación de la pena de muerte, tienen razón. Resulta deplorable que algunos políticos traten de explotar esas pulsiones en su beneficio. Y si es así, entonces no hay que reclamarles que hagan públicas sus pretensiones en los momentos previos a una elección, sino que quieran explotar los miedos de los votantes, y que lo hagan proponiendo medidas y desarrollando argumentos deleznables. Es decir, que se alineen con un mínimo común denominador cargado de pulsiones bárbaras.

Otros han sostenido que dado el (lamentable) estado que guardan nuestras instituciones, resultaría «prematuro» aprobar la pena de muerte. Subrayan las deficiencias y taras de policías, ministerios públicos y jueces, y creen entonces que no es el momento para reinstalar la pena capital («Todavía no…»). Temen y con razón que se puede acabar asesinando a inocentes, pero presumen que con mejores instituciones la pena de muerte no estaría mal. Esa línea discursiva también (me) preocupa, porque de ella no se desprende un rechazo fundamental y de principios a la pena de muerte, sino sólo coyuntural. «Ahora no, pero el día de mañana quizá sí». Paradójicamente se convierte a la pena de muerte en un ideal que hoy no podemos alcanzar, pero que algún día, con esfuerzo…

La pena capital es inaceptable, entre otras, por dos razones.

A) Porque el criminal ya está en manos del Estado y en consecuencia no puede seguir cometiendo sus fechorías. El problema central en el combate a la delincuencia es la impunidad. Los números de lo delitos que ni siquiera se denuncian y de los que quedan sin castigo son escalofriantes. Ésos son los eslabones más débiles de la impartición de justicia en nuestro país: que el ladrón, el asesino, el secuestrador, etcétera, tienen muy altas probabilidades de no ser atrapados ni sancionados. Se trata de una verdad de Perogrullo pero que es imprescindible volver a enunciarla, porque nuestro problema fundamental no es de penalizaciones (grado, tipos, atenuantes, agravantes, etcétera) sino de impunidad, de incapacidad para agarrar a los culpables. Ahora bien, ¿si el delincuente se encuentra a buen resguardo, si ya está en prisión, para qué asesinarlo? Si ello sucediera, en nada se incrementaría la seguridad de la sociedad y por el contrario estaríamos en presencia de una simple y escalofriante revancha.

B) Porque el Estado no debe mimetizarse con la conducta de los criminales. Cuando uno tiene noticia de las aberraciones que cometen las bandas de secuestradores de manera «natural» se activa el resorte de la venganza. Esos miserables -piensa uno- no merecen ningún tipo de consideración. Y cuando uno además se pone en los zapatos de los familiares o amigos de las víctimas entiende las ganas de hacerles pagar por los sufrimientos que han perpetrado a sus víctimas. Malos tratos, mutilaciones, torturas, violaciones a lo largo de la retención, hasta llegar al asesinato. Y por supuesto que el resorte y la fantasía que se activan son los de castigarlos con un trato similar. Es comprensible (no justificable). La vieja idea de que «el que a hierro mata a hierro muere» alimenta todo tipo de ensueños «justicieros» por propia mano. Pero precisamente el Estado -esa construcción civilizatoria- está ahí para que esas pulsiones de venganza, de desquite sanguinario contra los delincuentes, no sean la vía para la impartición de justicia. El Estado -se supone- debe estar por encima de esas pasiones, está obligado a «enfriarlas» no a incrementarlas. El Estado se separa de manera radical de esas pulsiones sociales porque la justicia no puede ser sinónimo de revancha, ni las instituciones del Estado una réplica invertida de las bandas de hampones.

En la base del Estado democrático de derecho está la noción de que el Estado no ataja la delincuencia con las mismas armas que esta última utiliza.